Para Tess
En la mañana, cuando la neblina intenta
esfumarse del bosque
de llamadas de pájaro, los sinsontes
imitan el sonido de las guadañas
al ser afiladas.
Es tiempo
de que las mujeres cosechen
hierba para los hacedores de papeles,
tiempo de arrancar la hierba tan lozana
como sus cabellos y de arrebatar
hojas de los brazos
de las moreras.
Así comienzan su búsqueda
de belleza: las hojas caen
en barriles de agua y lejía,
las lágrimas verdes de las plantas
lavadas a la claridad de las lágrimas humanas.
Entonces, las mismas mujeres toman
sus morteros y muelen el paisaje
hasta hacerlo pulpa. Machacan luz de día y ensueños
hasta hacer una pálida masa fría.
Sólo entonces vendrán los hombres a sumergir
sus frutos en agua, dispersando
los restos de plantas y dolores
de los cansados brazos blancos.
Y una vez dispersos, redimen
con sus finas mallas el tejido
de vacío al que ahora llamamos papel.
Es este papel el que captura
la luz de luna japonesa. El cadáver
de hojas muertas sobre el que escribe Basho
sobre la transitoriedad de la belleza
y el mundo gota de rocío.
Por los ríos, los monjes pintan
el alma de las moreras
sobre hojas que han olvidado
los brazos de que fueron arrancadas.
Amar la belleza es desesperar y esto
nos recuerdan los que hacen espadas
grabando crisantemos en sus hojas de acero.
Ramón C. Sunico, incluido en Lo último de Filipinas. Antología poética (Huerga y Fierro editores, Madrid, 2001, selec. de Jaime B. Rosa, trad. de Ellyde Maestre).
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