Algo yace en el campo, en algún sitio,
que se confió a la tierra ciega y olvidadiza,
algo que dio a un poeta su voz de profecía;
un poco de invisible y abandonado polvo,
el polvo de la alondra que oyó Shelley, que hizo
inmortal desde entonces,
aunque sólo vivió como los otros pájaros
y aquel don no sabía:
vivió su mansa vida, y cayó un día, breve
amasijo de plumas y de huesos:
y cómo halló su fin, cómo su adiós cantara
ni dónde se deshizo, nadie lo sabrá nunca.
Tal vez descansa en esa arcilla,
tal vez palpita en el verdor de un mirto
o duerme, acaso, en el matiz futuro
de una uva, en las faldas lejanas, tierra adentro.
Hadas, id en su busca,
hallad ese precioso puñadito de polvo,
y una arqueta traed, bordeada de plata,
labrada con el oro y con las gemas;
que allí lo dejaremos, muy seguro,
encerrado ya siempre,
pues a un bardo inspiró, para escalar las cumbres
extáticas, en alas de la rima.
Thomas Hardy, incluido en Antología de poetas ingleses modernos (Editorial Gredos, Madrid, 1963, trad. de Marià Manent).
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