Tenía las piezas a mano pero el cuadro incompleto.
Las ponía arriba y abajo y el resultado era igual:
sol como guía de piso, gato arañando caoba e incienso,
sillones revestidos mostrando uñas a los paisajes de mi edad;
cola de avión, alas parchadas con ecos y trazos.
La estructura poseía verdad, por cierto: nada encajaba.
En el papel brillaba un sueño que invadía los márgenes
de una frase abierta, sentencia que no acaba nunca y no dice nada,
pero siempre ahí, repitiéndose al paso de mi memoria,
como un cuaderno deshojado a la sombra del colegio.
Pruebo entonces la simetría, hija del caos:
África amarilla, Europa roja, América blanda.
El óxido dibujó sobre el mapa y de las manchas
surgieron pistas falsas y bienvenidas de ciudades ocultas
provocando una sed imposible de saciar.
Pensé entonces en irme.
En dejarlos a todos con sus voces de ogros y ninfas
y desaparecer con el último profeta. Escribiría luego
un poema. Los versos serían fichas para elaborar.
Ramas como barrotes de una prisión donde no hay lugar
para últimas palabras. Pero éstas son.
La ilusión ha dejado un lecho de carbón
propiciando que el terror persista.
No hay ambigüedad en el rompecabezas,
es sólo que no tiene solución. “Para quien ve el Absoluto
la guerra sólo acaba cuando extermina”.
Acabar entonces. La lógica nos trajo aquí.
Puse una a la derecha, otra en diagonal izquierda,
y cogí por fin dos. Puestas bocabajo eran puntos de silencio.
Blanco, color del horror, te oí gritar.
Desciende sobre nosotros
ahora.
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