de mi juventud florida,
en aquella edad primera
—breve y dulce primavera,
de tantas flores vestida—,
recuerdo que cierto día
vagaba con lento paso
por una floresta umbría,
mientras que el sol descendía
melancólico a su ocaso.
Mi alma —que el campo enajena—
se agitaba en vago anhelo,
y en aquella hora serena
—de místico encanto llena
bajo del tórrido cielo—
me pareció que el sinsonte
que sobre el nido piaba,
y la luz que acariciaba
la parda cresta del monte,
cuando apacible espiraba;
y el céfiro, que al capullo
suspiros daba fugaz,
y del arroyo el murmullo
que acompañaba el arrullo
de la paloma torcaz;
y de la oveja el balido,
y el cántico del pastor,
y el soñoliento rumor
del ramaje estremecido...
¡todo me hablaba de amor!
Yo —temblando de emoción—
escuché concento tal,
y en cada palpitación
comprendí que el corazón
llamaba a un ser ideal...
Entonces, ¡ah!, de repente
—no como sombra de un sueño,
sino vivo, amante, ardiente—
se presentó ante mi mente
el que era su ignoto dueño.
Reflejaba su mirada
el azul del cielo hermoso;
no cual brilla en la alborada,
sino en la tarde, esmaltada
por tornasol misterioso.
Ni hercúlea talla tenía,
mas esbelto —cual la palma—
su altiva cabeza erguía,
que alumbrada parecía
por resplandores del alma.
Yo, en profundo arrobamiento,
de su hálito los olores
cogí en las alas del viento,
mezclado con el aliento
de las balsámicas flores;
y hasta su voz percibía
—llena de extraña dulzura—
en toda aquella armonía
con que el campo despedía
del astro rey la luz pura.
¡Oh alma!, di: ¿quién era aquel
fantasma amado y sin nombre?
¿Un genio? ¿Un ángel? ¿Un hombre?
¡Ah, lo sabes!: era él;
que su poder no te asombre.
Volaban los años, y yo vanamente
buscando seguía mi hermosa visión...
Mas dio al fin la hora; brillar vi tu frente,
y «es él», dijo al punto mi fiel corazón.
Porque era, no hay duda, tu imagen querida
—que el alma inspirada logró adivinar—
aquella que en alba feliz de mi vida
miré para nunca poderla olvidar.
Por ti fue mi dulce suspiro primero;
por ti mi constante, secreto anhelar...
Y en balde el destino —mostrándose fiero—
tendió entre nosotros las olas del mar.
Buscando aquel mundo que en sueños veía,
surcolas un tiempo valiente Colón.
Por ti —sueño y mundo del ánima mía—
también yo he surcado su inmensa extensión.
Que no tan exacta la aguja al marino
señala el lucero que lo ha de guiar,
cual fija mi mente marcaba el camino
de hallar de mi vida la estrella polar.
Mas, ¡ay!, yo en mi patria conozco serpiente
que ejerce en las aves terrible poder...
Las mira, les lanza su soplo atrayente,
y al punto en sus fauces las hace caer.
¿Y quién no ha mirado gentil mariposa
siguiendo la llama que la ha de abrasar?
¿O quién a la fuente no vio presurosa
correr a perderse sin nombre en el mar?
¡Poder que me arrastras!: ¿serás tú mi llama?
¿Serás mi oceano? ¿Mi sierpe serás?
¿Qué importa? Mi pecho te acepta y te ama,
ya vida, ya muerte le aguarde detrás.
A la hoja que el viento potente arrebata,
¿de qué le sirviera su rumbo inquirir?
Ya la alce a las nubes, ya al cieno la abata,
volando, volando le habrá de seguir.
Gertrudis Gómez de Avellaneda, incluido en Poesía del Romanticismo (Ediciones Cátedra, Madrid, 2016, ed. de Ángel Luis Prieto de Paula).
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Bello poema muchas gracias sres. Poetas saludos
ResponderEliminarDe nada, un saludo.
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