Recordará más tarde, con ternura filial,
Cómo el tiempo se echaba a dormir
En el montón de trigo fuera de la ventana.
El que ha levantado al tiempo los párpados enfermizos
—Dos grandes globos adormilados—
Por siempre oye el ruido de cuando rugieron
Los ríos de los tiempos oscuros y engañosos.
Dos globos adormilados tiene el siglo-soberano
Y una hermosa boca de arcilla,
Mas, cuando esté muriendo, irá a arrimarse
A la lánguida mano del hijo avejentado.
Sé que cada día que pasa se hace más débil la espiración de la vida,
Un poco más, y callarán
La simple canción de las ofensas de arcilla,
Y los labios llenarán de estaño.
¡Oh vida de arcilla! ¡Oh agonía del siglo!
Me temo que te entienda sólo aquel
Que tenga la sonrisa desvalida
De un hombre que a sí mismo haya perdido.
Qué dolor buscar la palabra perdida,
Levantar los párpados enfermos;
Con cal en la sangre
Coger hierbas nocturnas para una tribu ajena.
El siglo. Se endurece la capa de cal
En la sangre del hijo enfermo. Duerme Moscú como arca de madera,
Y no hay adonde huir del siglo-soberano…
La nieve huele a manzana, como antaño.
Quiero huir de mi puerta.
Mas ¿adonde? La calle está oscura;
Lo mismo que un camino de sal pavimentado
Blanquea ante mis ojos la conciencia.
Por bocacalles, cobertizos y nidos de estorninos,
Hecho el equipaje de cualquier manera,
Yo, viajero corriente, y cubierto de pieles de pescado,
Me esfuerzo en abrochar la manta del trineo.
Pasa una calle, luego otra.
Y cruje mi trineo igual que una manzana,
El duro ojal no cede,
Se me cae todo el tiempo de las manos.
Con cuánto hierro y quincalla la noche de invierno
Por las calles de Moscú resuena,
Golpeando con pescado helado; brota el vapor
De los salones de té rosados, como la plata del gobio.
Moscú, Moscú de nuevo. Le digo: «Hola.
No lo tomes a mal, ya no tiene importancia,
Como antaño respeto la hermandad
De las fuertes heladas y el juicio del lucio».
La frambuesa de farmacia arde en la nieve,
En alguna parte crujió una Underwood.
La espalda del cochero y medio metro de nieve:
¿Qué más quieres? No te tocarán ni te matarán.
El hermoso invierno, y el cielo de cabra
Cubierto de estrellas y de lácteo fuego,
Y la manta del trineo, cual crin de caballo,
Se pega a los patines helados y resuena.
Despedían hollín las bocacalles, cual lámparas de queroseno,
Tragaban nieve, frambuesa y hielo,
Todo se pela como una sonatina soviética,
Recordando el año veinte.
¿Acaso entregaré a la ruin maledicencia
—El frío vuelve a oler a manzana—
El hermoso juramento al cuarto estado
Y las promesas, grandes hasta las lágrimas?
¿A quién más matarás? ¿A quién ensalzarás?
¿Qué falacia te vas a inventar?
Es el crujido de la Underwood: arranca una tecla, pronto,
Y hallarás una espina de lucio;
Y la capa de cal en la sangre
Del hijo enfermo se va a derretir; va a brotar una risa bendita…
Mas la simple sonatina de máquinas de escribir
No es más que la sombra de aquellas grandes sonatas.
Ósip Mandelshtam, incluido en Poesía acmeísta rusa (Visor Libros, Madrid, 2013, ed. de Diana Myers, trad. de Amaya Lacasa y Rafael Ruiz de la Cuesta).
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