callada noche, tu corona oscura,
antes de oír este amador ufano.
Y tú alza de la húmida hondura
las verdes hebras de la bella frente,
de Náyades lozana hermosura.
Aquí do el grande Betis ve presente
la armada vencedora que el Egeo
manchó con sangre de la turca gente,
quiero decir la gloria en que me veo;
pero no cause envidia este bien mío
a quien aún no merece mi deseo.
Sosiega el curso tú, profundo río;
oye mi gloria, pues también oíste
mis quejas en tu duro asiento frío.
Tú amaste y, como yo, también supiste
del mal dolerte y celebrar la gloria
de los pequeños bienes que tuviste.
Breve será la venturosa historia
de mi favor, que breve es la alegría
que tiene algún lugar en mi memoria.
Cuando del claro cielo se desvía
del sol ardiente el alto carro apena,
y casi igual espacio muestra el día,
con blanda voz, que entre las perlas suena,
teñido el rostro de color de rosa,
de honesto miedo y de amor tierno llena,
me dijo así la bella desdeñosa
que un tiempo me negaba la esperanza,
sorda a mi llanto y ansia congojosa:
«Si por firmeza y dulce amar se alcanza
premio de Amor, yo tener bien debo
de los males que sufro más holganza.
Mil veces, por no ser ingrata, pruebo
vencer tu amor, pero al fin no puedo,
que es mi pecho a sentillo rudo y nuevo.
Si en sufrir más me vences, yo te ecedo
en pura fe y afetos de terneza;
vive de hoy más ya confiado y ledo».
No sé si oí, si fui de su belleza
arrebatado, si perdí el sentido;
sé que allí se perdió mi fortaleza.
Turbado, dije al fin: «Por no haber sido
este tan grande bien de mí esperado,
pienso que debe ser, si es bien, fingido.
Señora, bien sabéis que mi cuidado
todo se ocupa en vos; que yo no siento
ni pienso sino en verme más penado.
Mayor es que el humano mi tormento,
y al mayor mal igual esfuerzo tengo,
igual con el trabajo el sentimiento.
Las penas que por sola vos sostengo,
me dan valor, y mi firmeza crece
cuanto más en mis males me entretengo.
No quiero concederos que merece
mi afán tal bien que vos sintáis el daño;
más ama quien más sufre y más padece.
No es mi pecho tan rudo o tan extraño,
que no conosca en el dolor primero
si, en esto que dijistes, cabe engaño.
Un corazón de impenetrable acero
tengo para sufrir, y está más fuerte,
cuanto más el asalto es bravo y fiero.
Diome el cielo en destino aquesta suerte,
y yo la procuré y hallé el camino
para poder honrarme con mi muerte».
Lo demás que entre nós pasó, no es dino,
noche, de oír el austro presuroso,
ni el viento de tus lechos más vecino.
Mete en el ancho piélago espumoso
tus negras trenzas y húmido semblante,
que en tanto que tú yaces en reposo,
podrá Amor darme gloria semejante.
Fernando de Herrera, incluido en Poesía de los Siglos de Oro (Epublibre, Internet, 2002, ed. de Felipe Pedraza y Milagros Rodríguez Cáseres).
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