después de misa
en el tranvía nebuloso
siempre puedo empezar a crear de la nada.
Ni siquiera está el alcalde, ni el canario.
Ni una carta de amor dejada
para la revisora en la máquina
ni toallas secas,
ni betún para los zapatos de color rosa,
ni aseos femeninos.
No hay ni una caja de cartón con
una niña abandonada y una nota.
Por la desnudez lúgubre de las ventanas y sillas checas
parece obvio que los devoradores
del tiempo de Stephen King
dan paso al horario de invierno primero en el tranvía.
Podría llorar sobre la descartada rebanada de pan
y un vaso de vino tinto en la escalera
delante de la puerta principal.
No tengo ganas,
porque no hay música ni calefacción,
ni aquel guionista de la televisión nacional
que no cree que el hombre haya estado en la Luna.
No hay ni tan siquiera falsos maestros con los pies planos
ni minas que quedan bajo el asiento.
En este frío tranvía número doce donde nadie me mira
donde nadie me molesta
arrastro un cable desde dios hasta mi amante permanente,
vecino-marido que se llama casi como yo.
Quiero finalmente traerlo y sentarlo,
por lo menos
hasta la última parada.
Sé sólo que es gitanamente bello y
que se mueve con pinceles.
Pero en las sillas desiertas no hay nadie
que le lea sus derechos y lo espose
en el caso de subir en la siguiente parada.
Y si como siempre
descaradamente me pregunta si me he casado
dónde iré con todos estos acordeones
y las vajillas de boda a la luna de miel
aun antes de la plaza Kvaternik.
Dorta Jagić, incluido en Arquitrave (Segunda época, nº 60, junio-septiembre de 2015, Colombia, versión de Sonja Manojlović).
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