y ya el sol se iba escondiendo,
la alta cumbre de los Alpes
dorando con sus reflejos,
cuando a un valle no lejano
bajé por agrio recuesto,
triste y angustiada el alma,
débil y rendido el cuerpo...
El sitio agreste, sombrío,
la soledad, el silencio,
el rumor de una cascada
que resonaba a lo lejos,
en apacible tristeza
mis pesares convirtieron;
sentí más leve mi planta
y más tranquilo mi pecho.
El ánimo embebecido
vagaba en mil pensamientos,
y, libre el pie, por el valle
giraba con rumbo incierto,
cuando, sin yo apercibirlo,
me vi cercado de un pueblo,
con sus rústicos hogares
en la llanura dispersos;
por lo humilde y por lo pobre,
por lo escondido y secreto,
resguardado de los vicios,
defendido de los vientos.
«¡Felices —clamé— mil veces
los que a la suerte debieron
nacer en este recinto
y morir donde nacieron!
Su patria, su mismo hogar;
estos montes, su universo;
su mar, el vecino lago;
y su tesoro, su apero.
Jamás oyeron el nombre
de señores ni de siervos,
ni la ambición ni la envidia
turbaron nunca su sueño.
Contentos los halla el alba,
el sol los deja contentos,
y corre su mansa vida
como este manso arroyuelo...».
Al pronunciar estas voces,
me hallé a las puertas de un templo,
sencillo cual las costumbres
de aquel inocente pueblo.
No de mármoles labrado
ostentaba el pavimento,
de bronce y jaspe los muros,
ni la techumbre de cedro;
pero, en su pobre recinto,
el ánimo más sereno
de la tierra se alejaba
y remontábase al cielo.
En el quicio me detuve,
lleno de santo respeto,
que hasta pavor me infundía
de mis pisadas el eco...
Mas al fin osé internarme,
y vi un sepulcro entreabierto,
por una mano piadosa
cavado en el mismo suelo:
la piedra rota en pedazos,
como en el día tremendo
en que, al son de la trompeta,
la tierra abrirá sus senos;
y alzándose de la tumba
de hermosa matrona el cuerpo,
que, al dar la vida a su hijo,
ambos al par la perdieron.
La infeliz madre parece
temer de la losa el peso,
y su mano la sustenta,
resguardando al niño tierno.
Que es madre bien se conoce
en el cuidado y afecto
con que le eleva en sus brazos
y humilde le ofrece al cielo:
«¡Tú, Dios mío, me le diste;
a ti, mi Dios, lo devuelvo;
y el hijo de mis entrañas
gozoso vuela a tu seno!...».
El inocente se muestra
alegre el rostro y risueño,
y por su madre parece
interceder con su ruego;
en tanto que ella, sumisa,
de Dios aguarda el decreto,
y el iris de la esperanza
le brinda paz y consuelo.
Inmóvil y silencioso
permanecí largo trecho,
cual si inquietarlos temiese
con el soplo de mi aliento.
Vivos a entrambos veía,
escuchaba sus acentos,
y de terror religioso
sentí embargados mis miembros...
Mas las sombras de la noche
iban tan densas creciendo,
que apenas ya consentían
ni distinguir los objetos.
La madre y el tierno niño
en breve desparecieron;
y al borde yo del sepulcro,
la vista fija en su centro,
de la eternidad creía
estar pisando el lindero.
Francisco Martínez de la Rosa, incluido en Poesía del Romanticismo (Ediciones Cátedra, Madrid, 2016, ed. de Ángel Luis Prieto de Paula).
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¡Esplénmdido!
ResponderEliminarUn sorprendente autor Romántico español.
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