a mano de los rigores de la suerte, de al-Farazdaq la muerte.
La tarde que acudieron para abandonarlo
—con sus parihuelas— en una tumba abierta
en el abismo de la tierra, bien hondo,
dejaron en la sepultura a quien un tiempo perteneciera
a toda estrella, sobre el cielo cernida.
Murió quien llevara el peso de las deudas ajenas,
quien venciera al injusto Satanás, el gigante.
Columna de todo Tamim, su lengua,
portavoz soberbio en toda ocasión de elocuencia.
¿Quién, después de Ibn Galib, saldrá fiador
de los parientes, del vecino y del que es preso de cadenas?
¡Cuántos huérfanos hambrientos, tras la muerte de Ibn Galib,
y cuántos niños y madres de progenie!
¿Quién liberará a los prisioneros? ¿De quién lavarán la sangre
sus manos y, colérico, tomará el pago de la sangre?
¡Cuántas veces cargó con el peso de sangre cara, valeroso,
y lo hacía paciente en el cumplimiento de la palabra dada!
¡Cuánto alcázar de crueles, de héroes y de plebeyos
al dirigirse a él, sus puertas no se cerraron!
Se abrieron las puertas de los reyes a su faz,
sin cortinajes que velasen, ni adulación que mediara.
¡Que lloren sobre él los hombres y los genios
en todo poniente y en levante,
pues ha muerto un valiente Mudari!
¡Un héroe que vivió edificando la gloria durante noventa años
en tanto se elevaba a la riqueza y la celebridad!
No murió hasta que no hubo dejado tras de sí,
en toda fiera, un golpe atronador.
Jarir ibn Atiyah al-Khatfi Al-Tamimi, incluido en Poesía árabe clásica (Titivillus, Internet, 2017, selec. de Alfonso Bolado).
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