hojas de lluvia...
¡Ay, qué verde el gorjeo
de la curruca!
¿Qué tienes, qué miras
Valentina, Valia?
En el cuarto blanco
de puerta pintada,
crece en tus mejillas
—como telaraña—
de la escarlatina
la fiebre que avanza.
Tus labios ardientes
no dicen palabras.
Los médicos buenos
quieren verte sana;
por tu pelo al cero
su caricia pasan...
¿Qué tienes, qué miras,
Valentina, Valia?
Hay fuego en el aire,
negrura en las ramas.
¿Por qué tu cabeza
de llanto se inflama?
¿Por qué de tus labios
el gemido salta?
¿Por qué de tus ojos
el sueño se escapa?
(Duerme, duerme, duerme...)
Por la puerta pasa
tu madre. Te mira
regando tu cara:
—¡La isba se hunde,
Valentina, Valia!
La cruz del bautizo
te traigo; la casa
se cae de desorden:
mis manos no bastan...
el polvo es el dueño
de nuestra cabaña...
gallinas y cerdos
sin techo ni paja...
mugidos el hambre
despierta en la vaca.
Ten la crucecita
del bautizo. ¡Nada
malo puede hacerte,
Valentina, Valia!
... Y el llanto en las viejas
mejillas resbala,
mientras la tormenta
toca la ventana.
Los ojos inciertos
de fiebre abre Valia.
Los mares rugientes
envían la carga
de sus nubarrones
de lluvia y borrasca.
Sobre el hospital,
en filas cerradas,
legión tras legión,
las nubes levantan
y tienden al viento
pañuelos de llama.
Diluye la lluvia
las nubosas capas,
dibujando miles
de cuerpos, de caras.
Vencida la presa,
la tormenta lanza
sus blusas azules
de nubes, de ráfagas.
Clamor de clarines
el silencio rasga,
y en el hospital
que besan las aguas,
con ritmos marciales
los pioneros marchan
legión tras legión,
cual anuncio del alba.
En Setún y en Kúntsevo,
por doquier aguardan
los pioneros, puestos
sus ojos en Valia...
Y, mientras, la madre
tristeza derrama:
ni dará más besos
a la flor amada,
ni pondrá en la fiebre
su ternura blanca,
ni el hilo de vida
salvará de Valia.
—Para ti mis manos
el ajuar trenzaban:
vestidos de seda,
vajilla de plata.
Para darte dote,
de noche velaba
cuidando las aves,
ordeñando vacas;
para que tuvieras
vestidos y galas,
y al altar llegases
altiva, velada.
Ten la crucecita
del bautismo. ¡Nada
malo puede hacerte,
Valentina, Valia!
¡Qué torpes me suenan
mis cortas palabras!
¡No mueren los jóvenes!
¡Los jóvenes cantan!
Al grito de sables
voraces de danza,
los hielos de Kronshtadt
a luchar llamaban.
Y en férreos caballos,
allí derramaban
nuestra sangre joven
por calles y plazas...
Y, desde la muerte,
la voz que reclama;
los ojos que miran;
el pecho que canta.
¡Que pose en nosotros
su vuelo las águilas!
¡Que el fuego del héroe
nos temple las armas!
¡Que riegue la sangre
nuestra tierra amarga!
¡Que brote una nueva
juventud con alas!
... Y que en este breve
cuerpo, como el agua
de la primavera,
la canción renazca.
Contempla en el cielo,
mi pequeña Valia,
cómo tu bandera
de viento se inflama,
y mientras el rojo
cubre la montaña,
el trueno te dice:
—¡Alerta, mi Valia!
(La hierba del prado
se viste de escarcha...
Azul de pioneros,
la blusa de Valia.)
Su pequeña mano,
de la ingenua cama
igual que una ninfa
la niña levanta,
y rompe el silencio:
—¡Estoy preparada!
... y cuando, sin fuerzas,
transparente y clara,
parece que inventa
la blancura Valia,
la cruz se derrumba
sobre su almohada.
Un calor azul
abre la ventana;
el sol su homenaje
de luces derrama,
y tras los cristales
las currucas cantan
cuando llora y llora
la madre de Valia.
Pero la leyenda
no muere, que canta:
cuando nace un niño,
cuando ríe, canta;
cuando los muchachos
crecen, ella canta...
La dice el soldado,
la esparcen las lanzas,
la siembran los vientos
en todos los mapas.
Eduard Bagritsky, incluido en Antología de la poesía soviética (Ediciones Júcar, Madrid, 1974, trad. de Carlos ÁIvarez).
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Cazador de pájaros
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