En épocas de angustia padre los
escondía en el trinar de los rincones
y los muertos se turnaban para dormir
en el regazo de mi madre.
Los había morados, con espejuelos,
militares, mujeres...
Recuerdo que su costumbre era no
desayunar.
Para sus sueños padre mezclaba el arroz
con su figura
y así transcurría la mañana junto al
pozo.
Yo les hablaba de Marx pero ellos
devoraban el Nuevo Testamento.
Los muerto son ateos, repetía.
Fue triste el caso del Doctor González.
Se crucificó mientras tres enfermos lo
negaban tres veces:
tuvimos que bajarlo porque las niñas
protestaban de sus santas palabrotas.
Alguno se ocupó de inventar una
máquina contra las cigüeñas.
El día de probarla padre le otorgó
grado científico, post mortem.
Sin embargo mi casa era la miniatura
que alguien confundiría con las vicarias.
Como en todos los buenos poemas aquí
también hay muertos que son malos.
Madre ordenó construir una celda en el
fondo del patio
y veinte veces tuvimos que agrandarla.
Dos fueron presos por la golosina de
los muslos de mi prima.
Otros, porque siempre volteaban el
espejo.
Los más jóvenes de los muertos
delincuentes fueron encarcelados por vestirse de vivos ante la
mismísima cara de mi padre.
Había un muerto homosexual, le decían La Princesita del Himalaya
y tenía la voz tan dulce como la silla
de algunos funcionarios de Cultura.
Yo me enamoré de Matilde, treinta
años, divorciada,
que murió de espaldas y sin ponerse el
vestido.
Llegó desnuda, contra su propia
voluntad
y con telarañas le cubrí los pechos y
me contó que la muerte es una sustancia, casi un
purgante.
Para que no la viera desnuda me zurció
los ojos con su propia voluntad.
"Eres tan pequeño, dijo, tan de una
sola altura, que tendrás vértigo de mí".
Para que me amara yo le
traía viento virgen, cazaba jazmines con mi tirapiedras o la
invitaba al
río que hay debajo de mi casa.
río que hay debajo de mi casa.
Una noche convino a mis deseos, estaba muy sola, quiero decir, muy muerta.
Con Matilde conocí que a los muertos
les gustan los números pares.
También le gustaba oírme: «Qué
Pálida estás, amor».
Mi madre prohibía estas relaciones porque los muertos no tienen posición social.
Mi madre prohibía estas relaciones porque los muertos no tienen posición social.
Yo la comprendía, Madre pasó hambre
en el Capitalismo.
Pero Matilde y yo duramos día
y noche
hasta que la vi besarse con González.
Las muertas son infieles, lloré.
Cierta madrugada, 4 de junio de 1978,
se apareció el mejor de los muertos por la puerta.
Canoso, seis pies de eslora.
Habló: «Conmigo traigo dos siglos y
la propiedad de la casa».
Mi padre expuso sus manos: «Eres Jiménez?»
Mi padre expuso sus manos: «Eres Jiménez?»
«Sí», le contestó el canoso.
Mi padre volvió a exponer sus manos:
«Te pagaré la casa».
Muerto a muerto, contantes y sonantes,
mi padre pagó el precio de la casa
mientras la luna ejercía su misterioso
oficio de Doctora en Derechos.
Frank Abel Dopico, incluido en Poesía cubana de los años 80. Antología (Ediciones La Palma, Madrid, 1994, ed. y selec. de Alicia Llarena).
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BELLISIMO, SIN MÁS PALABRAS
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado.
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