Cogí a mi perro y visité el mar.
Las sirenas de las profundidades
salieron para verme,
y las fragatas, en la superficie,
me arrojaron sus manos de cáñamo,
creyendo que yo era un ratón
en las arenas, atrapado.
Pero nadie me sacó.
Y la marea me cubrió los zapatos,
y el delantal, y el cinturón,
y me cubrió el corpiño también.
Y parecía que me iba a tragar,
como si fuera yo una gota de rocío
en la hoja de un diente de león.
Y entonces, yo también me moví.
El mar me seguía de cerca.
Sentía sus ondas de plata
en mi tobillo; después,
mis zapatos rebosaron perlas.
Hasta que llegamos a la ciudad segura.
Él parecía no conocer a nadie allí,
y, saludándome, con una mirada poderosa,
el mar se retiró.
Temo a la persona de pocas palabras.
Temo a la persona silenciosa.
Al sermoneador, lo puedo aguantar;
al charlatán, lo puedo entretener.
Pero con quien cavila
mientras el resto no deja de parlotear,
con esta persona soy cautelosa.
Temo que sea una gran persona.
Emily Dickinson, incluido en El viento comenzó a mecer la hierba (Titivillus, Internet, 2016, trad. de Enrique Goicolea).
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La gente que habla poco, expresa lo preciso. Es digna de admiración.
ResponderEliminarBonita poesía.
Es una buena actitud.
EliminarEn mi tierra, Baham, es regla prestar oído y retener la lengua. Y Baltasar Gracias no dice otra cosa. Gracias Cena, por compartir estas joyas!
EliminarDe nada, es un placer hermano.
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