de ritos propiciatorios en los cruces del odio
tierras rasgadas por gritos de niños atrapados
por la histeria blanca, en la sombra que fecunda al negro,
al orín del alma, a los crímenes sin nombre
y acribillan la esperanza asesinada,
pepitas en germen sofocadas en la ganga
de angustias sin cuento,
la muerte chapucera de un astro oscuro tras las alambradas
y madres en llanto con los muslos vacíos,
balanceadas entre lo negro del desastre
y la sonrisa dudosa de un cielo apocalíptico,
todas estas gamas temblorosas privadas
de este grano de locura del destino que hace volar por la arena
una ocasión de inacabamiento, un sueño de supervivencia.
Y Soweto de siniestro recuerdo,
teorías de fraternidades de leche sangradas hasta la última gota
una turba aplastada en la cuna,
con olores de pimienta prohibida.
Tierras altas trágicas de hombres y mujeres
inoculados de sueños insomnes,
reducidos a rascar las tinieblas de lo horrible
a lo largo del día
a lo blanco de la noche,
tierras improbables y transidas,
donde ni los sueños escuchan ya a los vientos
silbar por las frondas.
Luego, de improviso, el Ángel encarnado, alzado, el ¡milagro palpable!
Como un vástago de sangre real cuyo nombre significa
agitador, anarquista como un tal Jesucristo,
Mandela surge de su tumba, en los mares del Cabo,
vestido de un crepúsculo de luz, mito reacio a la muerte,
leyenda ensalzada radiante del eco un rumor de ultratumba,
tormentas de un proceso desaparecido en el remolino del tiempo,
Alma Mater en letras de oro en la frente
como un violento deseo de triunfar de la desgracia programada,
África entera enjugados sus resentimientos,
bella y rebelde por siempre, lava de antes de la memoria
alzada victoriosa de un gigantesco fragor sísmico,
su tierra toda en sus venas de sangre rebrotada
que retumba con sus tambores viriles, congratulando
con calor dulce el flanco del guerrero donde se ha enfriado
la ballesta azul de las noches salvajes
en las entrañas del infierno dislocado.
Era una estación blanca y seca
en las alcantarillas de la bestia inmunda, pero toda estación
tiene un final. Nelson reintegra su tierra liberada adornado
con la aureola de una consagración de primavera negra,
dios pagano de la danza de cárceles desmitificando la audacia
con la frente de toro, la humedad de la lazada de la muerte.
Mandela ha vuelto de los funerales del poder pálido
lavado hasta el olvido con los juramentos de venganza
tatuados en el fondo del alma en noches de sangre pisoteada.
Así, a fuerza de fuerza vendada por nuestros riñones
de imposibles bodas,
a fuerza de horadar con las manos desnudas
el Cielo de nuestras altivas hambres de justicia,
la luz se ha alzado al fin sobre la obra del Diablo,
sobre las minas de Transvaal y el ghetto de Alexandra
donde el rebaño humillado mil muertes ha sufrido.
Y todos nuestros viejos aparejos rebeldes acalmados
sin fin en el infortunio desmedido, desde los soles cenagosos
de la trata, todos los marinos resfriados
por una travesía de ruptura, han vuelto a la mar
el bocado en los dientes, con gran pompa esta vez,
para celebrar el retorno a la selva del ébano incorruptible.
Llegan de todos los confines que conducían, en otro tiempo,
al fin del hombre, a los lugares más horribles del globo,
donde los blues rechinando, como almas en pena,
se balanceaban a hombros de la noche,
sobre el oleaje friolento de las plantaciones de algodón.
Vienen de las salinas de Ouidah y de sus alrededores,
al fondo del Golfo de Guinea, Ouidah proveedora de esclavos
ante el Eterno, donde atruena, desde la noche de los tiempos,
un sacrosanto dios Vudú tentacular
hambriento de vísceras y sangre, limo incontestable
de la amarga Libertad ultraatlántica del Primer Día,
¡oh Haití de maltratos sin Mesías desde siglos,
por siempre nerviosa como un sermón criollo!
Llegan de Nantes, la negrera, de Burdeos
con su vestido adulador con sus cargas de infierno
para Santo Domingo, de Ouessant donde la sangre esclava
se desgarró en las rocas puntiagudas.
Llegan de todas las tormentas de Brest y sus jaurías
para los presidios de Cayena. Saltaron como un solo hombre
de la escudilla de ciego bello que lee y cree
en la fiebre océana mayor de la humanidad negra.
Rodeando a Mandela, los ojos húmedos de olas, se dan
la mano, por encima de los saldos de sus destinos en desorden
por los caminos del mundo, conjurando todos juntos
sus miedos primordiales a tocar la partitura, barriendo
las primicias, deciden empuñar el sol del amor,
alzado como el mar, y hacerlo brillar en todo su esplendor,
como una obra de arte, para la construcción del Hombre.
Paulin Joachim, incluido en Poesía negra. Antología de poesía africana francófona contemporánea (Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos de la Región de Murcia, 2007, selec. y trad. de Francisco Torres Monreal).
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