En los ancianos bosques en que la savia fluye
desde el aliso negro al tronco de abedul,
muchas veces, ¿no es cierto?, donde clarea el bosque,
pálido y asustado, sin mirar hacia atrás,
temblando estremecido, te has apresurado,
¡oh mi viejo maestro, pensativo Durero!
Adivinamos, ante tus venerados cuadros,
que en los negros matojos tu ojo visionario
nítidos distinguía, recubiertos de sombra,
el ungulado fauno, los ojos del silvano,
Pan, que viste de flores tu cubil resguardado,
y la dríada antigua con hojas en las manos.
Un bosque, para ti, es un mundo de espanto.
El sueño y lo real se mezclan entre sí.
Sueñan los grandes pinos, los olmos centenarios
cuyas ramas torcidas forman codos deformes,
y en este grupo oscuro que zarandea el viento
nada está por entero vivo, ni nada ha muerto.
Bebe el berro en el río; el fresno en la ladera,
bajo la horrible broza y el zarzal trepador,
lentamente contrae sus nudosos pies negros;
los lagos son espejos de flores como cisnes;
a tu paso despierta una extraña quimera
de garganta escamosa, que los nudos de un árbol
oprime entre sus dedos, y que sobre ti fija
un ojo luminoso desde su oscuro antro.
¡Fuerza!, ¡vegetación!, ¡espíritu!, ¡materia!
¡Cubierta de piel ruda o de corteza viva!
Como tú, en el bosque yo jamás he vagado
sin que en mi corazón el horror penetrara,
sin ver temblar la hierba y, mecidos por el viento,
colgando de las ramas, confusos pensamientos.
Sólo Dios, gran testigo de todos los misterios,
sólo Dios sabe cómo, en lugares salvajes,
he sentido, inflamado por una oculta llama,
palpitar y vivir como yo con un alma,
en la sombra reírse y hablarse a media voz,
los robles monstruosos que viven en los bosques.
20 de abril de 1837
Victor Hugo, incluido en Antología de la poesía romántica francesa (Ediciones Cátedra, Madrid, 2000, ed. de Rosa de Diego, trad. de Pilar Andrade).
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