Allí donde, lejanas, las Bermudas cabalgan
el seno nunca espiado del Océano,
desde un pequeño bote, que se movía a remo,
los vientos al acecho reciben este canto:
¿Qué hacer sino entonar las alabanzas
de Quien nos abre el laberinto undoso
hacia una isla por siglos ignorada,
y más acogedora que la nuestra?
Donde se hundieron los gigantes monstruos,
marítimos atlantes del abismo.
En una herbosa escena nos dio tierra,
a salvo de tormentas y furia de prelados.
Nos regaló esta eterna primavera,
que aquí todo lo esmalta.
Para servirnos envió a las aves,
en diarias visitas por el aire.
En la sombra colgó la fúlgida naranja,
dorada luminaria en verde noche.
Gemas más ricas guarda en la granada
que rubíes Ormuz, pródigo, ostenta;
acerca a nuestras bocas el higo sazonado,
y a nuestros pies arroja los melones.
Madura tan espléndidas manzanas
que ningún árbol brinda por dos veces.
Con los cedros del Líbano, elegidos
por su mano, hizo ubérrima esta tierra.
Da ostentación de ámbar a la orilla
del hueco mar que ruge tempestades;
y siembra—último orgullo de los hombres—
la evangélica perla, por las playas.
Labró para nosotros en la roca
un templo que resuene con su nombre.
¡Oh!, alcemos nuestra voz en alabanzas
hasta tocar la bóveda celeste,
desde donde, tal vez, el eco repercuta
y vuele más allá del mejicano golfo.
Así cantaban en la nave inglesa
su santa y jubilosa melodía.
Y navegando, el ritmo de su canto
sostenían los golpes de los remos.
Andrew Marvell en Miscellaneous Poems (1681), incluido en Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Editorial Acantilado, Barcelona, 2000, selec. y versión de Blanca y Maurice Molho).
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