¡Por Dios! ¿Sabes si fueron acaso
los desaforados vientos
quienes me pusieron el trote al paso
o si los lomos de los mejores camellos?
Apenas aparecí brillando, nacida el alba,
como una estrella, y me alcé en el cielo
cuando me vi en el estertor de la tarde.
Solo, se me rifaban los desiertos,
en tanto contemplaba los rostros de la muerte,
tras las máscaras de las tinieblas,
sin más vecino que mi afilado sable,
otra casa que los bastos de las cabalgaduras,
ni más calor humano que las sonrisas que,
a veces, en las facciones de mis empresas,
arrancaba a los colmillos de la esperanza.
¡Y cuánta noche que, al decir yo «termina», moría,
quedando claro que la mente es de promesas mentirosa!
Pero yo apartaba las negras trenzas de las tinieblas
para abrazar el pecho mórbido de la esperanza
y, al rasgar el escote de la noche,
huyendo de la forma oscura del lobo,
que surgiera blanquísimo de dientes,
fruncido el entrecejo, lo vi,
como se ve en esa parte del alba
que no es día ni es noche,
mirando a través de una estrella, ardiente, penetrante.
Un picacho alto, de cima orgullosa
que rivalizaba en altura
con los confines del cielo,
que mantenía a raya el soplo del cierzo
en todas las direcciones, y por las noches,
oprimía los luceros con sus hombros.
Sólido, a lomos del desierto,
como si, en las interminables noches,
fuera un pensador de las últimas cosas;
las nubes le liaban sus turbantes negros
y el fulgor de los relámpagos, sus mechones dorados.
Lo escuché, era un mudo silencioso,
pero la noche cerrada de los caminantes
me habló maravillas, y dijo:
¡Cuántas veces fui asilo de asesinos,
de quejumbrosos patria, de ascetas, penitentes!
y cuántos pasaron cerca de mí,
caminantes nocturnos de todo pelo
y a mi sombra sesteaban acémilas y jinetes,
en tanto los vientos intermedios azotaban mis hombros,
y los verdes mares me batían el garrote.
Pero todos fueron pronto barridos
por la mano de la muerte,
en volandas de un airucho de calamidad y ausencia.
El latido de mi espesura no es
más que un temblor de costados,
y el zureo de mis palomas no otra cosa
que el sollozo de alguien que llora.
No menguó el consuelo mis lágrimas:
las agoté cuando me separé de los compañeros.
¿Hasta cuándo quedaré, y parte mi dueño,
despidiendo por él al caminante que no torna?
¿Hasta cuándo, insomne, apacentaré las estrellas
y veré cuál sube, al morir la noche, y cuál baja?
Tu piedad, Señor mío, se derrame
sobre el clamor de este pusilánime,
que alarga a tu clemencia una palma anhelante.
Me hizo oír, de su sermón, toda sentencia,
que la lengua de la dura experiencia tradujo,
y me consoló de mi llanto, me alegró de la desdicha, y fue,
durante el viaje nocturno, el mejor camarada.
Y dije, al alejarme de él para seguir viaje,
¡Salve! Pues de nosotros hay quien queda y quien parte.
Abu Isháq Ibrahím ibn Jafáya, incluido en Treinta poemas árabes en su contexto (Ediciones Hiperión, Madrid, 2006, selec. y trad. de Jaime Sánchez Ratia).
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