desde la cual veía tantas cosas
que sólo de mirarlas me cansaba,
apareció una fiera a la derecha,
tan hermosa que a Jove inflamaría,
seguida por dos perros, negro y blanco;
los cuales los costados
de la fiera gentil tanto mordían
que pronto la llevaron hasta el paso
donde, ya bajo tierra,
venció la amarga muerte a la belleza,
y me hizo llorar su dura suerte.
Vi después una nave por los mares,
oro y seda la vela y las amarras,
con marfil y con ébano adornada;
tranquilo estaba el mar, suave el aura,
y no había en el cielo nube alguna;
llevaba honesta y rica mercancía,
mas después la tormenta
oriental agitó tanto las aguas
que la nave estrelló contra un escollo.
¡Qué dolor tan profundo!
Un instante la hundió y en poco espacio
se esconde su riqueza inigualable.
En un temprano bosque florecían
de un sencillo laurel los santos ramos,
cual árbol que nació en el paraíso;
de su sombra salían tantos cantos
de pájaros, y tanta otra delicia,
que del mundo me habían apartado;
y mirándolo fijo,
en torno cambió el cielo y tenebroso
hiriólo con un rayo, y sus raíces
arrancó de repente,
a causa de lo cual triste es mi vida,
pues sombra parecida ya no encuentro.
En ese mismo bosque de una piedra
una fuente brotaba, cuyas aguas
corrían dulcemente rumorosas;
al oculto lugar, hosco y umbrío,
ni pastores llegaban ni labriegos,
sino ninfas y musas con sus cantos;
allí sentéme, y cuando
más dulzuras probé de aquel concierto
y de aquella visión, vi que se abría
una grieta, y la fuente
y el sitio se tragaba, y aún me duelo,
y sólo recordarlo me da espanto.
Viendo a una extraña fénix con las alas
de púrpura y dorada la cabeza,
que por la selva iba altiva y sola,
una forma inmortal pensé que fuera,
hasta el momento que al laurel llegaba
y a la fuente cubierta por la tierra;
a su fin toda vuela,
porque viendo las ramas por el suelo,
roto el tronco, y aquel líquido seco,
contra sí volvió el pico,
desdeñosa, marchándose al momento:
y de amor y piedad ardió mi pecho.
Entre hierbas y flores finalmente
a una hermosa mujer vi pensativa,
que siempre que lo pienso tiemblo y ardo;
humilde en sí, mas contra Amor soberbia;
y llevaba tan cándidos vestidos
que parecían juntos oro y nieve;
mas la parte más alta
en una niebla oscura estaba envuelta,
y al morderle el talón una serpiente,
cual flor que se marchita,
alegre se marchó y hasta segura.
¡Triste de mí que sólo dura el llanto!
Canción, decir podrías:
«Las seis visiones estas a mi dueño
le han hecho desear dulce la muerte».
Francesco Petrarca, incluido en Antología esencial de la poesía italiana (Editorial Espasa Calpe, Madrid, 1999, selecc. de Antonio Colinas, varios trad.).
Otros poemas de Franceso Petrarca
Cancionero (I, XIX, XXXV, LXI, XC, CXXVI, CXC, CCCXXIII)
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