lunes, 11 de mayo de 2015

"Cuando la Generación Beat descubre los limones", prólogo de Enrique Mercado al libro "Bardeo", de Antonio Cordero Sanz (España, 1963)

"Se puede ser nihilista, pero, ante todo, vitalista"
Antonio Cordero Sanz

Bardeo (Amargord Ediciones, Madrid, 2014)
   Cuando conocí a Antonio Cordero, en las postrimerías de 1993, no había en España poetas beat propiamente dichos. Teníamos a Carlos Oroza con su évame, Malú, évame, Malú, o a Fonollosa, con su Ciudad del hombre: Nueva York, que podían tener alguna conexión con los Ginsberg, Kerouac o Welch en su manera de concebir la poesía, de mirar el mundo, pero ciertamente la poesía de principios de los ochenta basculaba entre la poesía de la experiencia heredada de Gil de Biedma o Ángel González, o su supuesta opuesta, la poesía vanguardista, experimentalista, que podrían representar Brossa, Ullán y si se me apura Gimferrer.
   Cierto es que no podemos medir a todos los poetas por el mismo rasero, que no se puede reducir a esas dos tendencias todas las voces de aquel panorama, pero estoy convencido de que Antonio Cordero era el único poeta ad hoc beat, per se beat, un motero de largas melenas que fundía vida y literatura hasta que no se sabía dónde empezaba William Blake y terminaba Paul Weller, a poète mauditque tenía muy claro cuáles eran sus fuentes vitales y literarias, y lejos de esconderlo, hacía gala de ello, como así sucedía en el libro que acababa de escribir entonces, Gallocanta, y que ahora forma parte de este actual Bardeo, con todas sus alteraciones, aliteraciones y variaciones. Allí podíamos leer esa magnífica serie titulada Cuando la Generación Beat descubre los limones. O sea, clear as water.
   No es de extrañar tampoco que, con tales antecedentes, Antonio Cordero y yo nos hiciéramos amigos al instante, amor a primera vista que ahora cumple 20 años, y desde aquel otoño inaugural no hemos parado de celebrar (noches de cerveza negra y whisky del No Fun), de viajar juntos (tras las huellas de Rimbaud, en Yemen; en la tumba de Kropotkin, en el cementerio de Novodévichi), de organizar y dar recitales en cuevas míticas como El Trocadero o dar impulso a iniciativas editoriales como Varasek edidones. No es de extrañar que estuviéramos presentes en aquel recital mítico que dio  Allen Gingsberg en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en diciembre de 1993. Hoy todo poeta que se precie dice haber asistido a ese recital, pero yo no recuerdo a casi nadie, quitando a Ray Loriga, Christina Rosenvinge y Benjamín Prado, que se hicieron notar a la llegada a la platea del Teatro Fernando de Rojas, del Círculo de Bellas Artes.
   Antonio Cordero y yo estábamos aquel día en un palco, como corresponde al contemplativo que tampoco desdeña la acción, porque uno no viaja solo, por mucho que vaya solo, arrastramos una mochila de referencias literarias, musicales y cinematográficas allá donde ponemos el pie, y Antonio Cordero y yo la hemos acarreado por el Pantanal brasileño, las estepas de Tuva o el Valle de Hadhramaut, en Yemen. Los poetas beat pusieron la poesía en movimiento, pero no por ello dejaban de ser unos escritores cultos, que sabían de dónde venía y adonde iba su poesía. Se puede estar tirado en un cuartucho lleno de moscas en Tánger y no por ello dejar de ser el mayor especialista en Shakespeare.
   Pero en Bardeo no sólo encontramos ecos de los poetas beat. En Bardeo, el paisaje, el viaje, se filtran a borbotones. Además de por lugares mágicos como la laguna Gallocanta, que visité hace dos años con Antonio convencido de que allí había una fábrica de cemento, como en su poema homónimo, los poemas de Antoine transitan por el páramo castellano que ha recorrido desde que se compró su primera moto, una Lambretta en la que alcancé a ir de paquete hasta que hizo ¡plof!
   Antonio se inventa el poema motero castellano, más allá del Blues castellano de Gamoneda o del paisaje machadiano sembrado de melancolía y asechanzas. Los poemas castellanos de Antonio Cordero incitan al movimiento, a la contemplación pero desde lo alto de una moto, vienen a transmitir el ritmo cierto del mundo. Aquí nada para, por mucho que lo parezca, y sólo en el vórtice del maelström de Poe encontramos la verdadera calma, la definitiva.
   Bardeo cuenta, además, con otra serie de poemas que hablan de la vertiente activista, política, del poeta, su acercamiento no sólo poético, sino físico, a los territorios reales e imaginarios de Roque Dalton, a la sórdida realidad, en suma, de la América Latina de los años noventa. En esta serie hay poemas duros, sin concesiones al ambage ni al bagaje aprendido, frases memorables como "La naturaleza es sabia, pero puta".
   Es muy difícil dejar constancia en un prólogo no sólo del alcance de la poesía de Antonio Cordero, sino de todo lo que significa nuestra amistad y el hecho de llevar tantos años trabajando juntos a tantos niveles, arduo, sin duda, dejar constancia de los viajes a ninguna parte pero con la brújula de la literatura siempre al norte, de los viajes "lúcidos" sobre Vespas blandas, de los viajes al fin de la noche o del día, de los periplos por Madrid en agosto como si fuera la Roma de Caro diario, de las charlas sobre las mariposas negras en el mato del Tapir con el lingüista Juan Romero, de los entresijos del proyecto multidisciplinar Escultoarquitecturas que, junto a la fotógrafo Beatriz Ruibal, realizamos y proyectamos en el Círculo de Bellas Artes en 1994. De tantas cosas.
   Lo que sí me resulta fácil es afirmar que Bardeo es un lujo en la poesía de ahora mismo, un libro sin ninguna concesión ni escaparate, un libro que corta, como su propio título indica, pero que, por esa misma razón, está rabiosamente vivo.

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