Alexander Pushkin y Ana Ajmatova en Tsárkoye-Sdó
de las orillas del Neva,
la tarde cae sobre Valencia:
su color es rosa y lila,
sus formas son lentas
y se desplazan hacia el norte.
El mango tinoso la contempla,
el rostro inmóvil ante
la sequía vecina.
Ahora que no hay lluvias
los árboles verdean en los montes
con agónica alegría.
En Tsárkoye-Seló, el otoño
se desliza por las fuentes
y veredas de la residencia veraniega.
Las columnas de mármol,
distantes y agónicas,
en la quieta superficie
de lirio y nenúfares.
Mientras distingue la cercanía
del invierno, Pushkin
adivina su destino
en la amarillenta tristeza
de las hojas que flotan
en las oscuras aguas del estanque:
Antes de la noche, quiero escapar
al lejano reposo y la pura delicia.
Es una tarde llena de presagios;
el aullido del lobo hambriento
en medio del camino,
el silencio del pastor
que no llama con su cuerno,
el murmullo de los cedros
escapándose entre sombras.
En la brisa cristalina.
Alexander Sergeyevich
siente cómo se le escapan
para siempre la sonrisa
fácil de Natalia y la mirada
profunda de unos hijos
cuya juventud no ha de conocer:
«Existe entre los polacos
un hombre llamado Weisskopf
que ha de darme muerte
para que se cumpla
la profecía de la pitonisa».
No será polaco sino francés
el canalla que acabe con tanta poesía.
No estaba Pushkin lejos de su mente
cuando, cien años después
Ana Andreievna advertía
las torcidas líneas de su vida
en la precaria armonía
de Tsárkoye-Seló:
—Algún día este lugar será la raíz
de nuestra memoria,
la imagen, frágil y huidiza,
de nuestro único sueño.
Lo demás será soledad,
pérdida y llanto, lo demás
nunca será mío, como lo son
estos pájaros y jardines,
estos árboles centenarios
y esta vieja estación de trenes.
Como una princesa,
o tan sólo como una «niña triste»,
Ajmatova advierte que atrás deja
su permanencia entre las ninfas,
su reinado de sirenas y reflejos.
En adelante, no serán pocos
los días de orfandad y desamparo,
de vértigo alucinado y felicidad
torturante, de quietud dolorosa y llanto:
«A donde nos arroje el destino,
a donde nos conduzca la dicha,
siempre seremos los mismos:
el mundo entero nos es extraño,
nuestra patria es Tsárkoye-Seló.»
A siete mil kilómetros
de Tsárkoye-Seló,
Valencia desaparece
bajo la fachada siniestra
de una renovación urbana.
La industria y sus fantasmas
han tomado posesión
de plazas y calles
y apenas las montañas
han conseguido escapar
a la furia renovadora.
Hacia el norte,
frente al oscuro mar,
el silencio y la soledad
se extienden sobre la arena.
¿Qué será de nosotros
después de diez años?
¿Hacia qué puerto
dirigir estos lentos pasos
este dolor y estas lágrimas?
En la tarde rosa y lila,
los pájaros marinos observan
y cruzan lentamente la rada.
Alejandro Oliveros en Fragmentos (1986-1989), incluido en Poesía venezolana. Antología esencial (Visor Libros, Madrid, 2005, selec. de Rafael Arráiz Lucca).
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Un hermoso remanso dentro de tanta tormenta.
ResponderEliminarSaludos.
Pues sí, la verdad, se agradece el remanso. Un abrazo.
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