El corazón hastiado, hasta de la esperanza,
no deseará ya importunar al destino;
prestadme solamente, valles de mi infancia,
un día de asilo para esperar la muerte.
Por aquí la estrecha senda del oscuro valle:
colinas en cuyas faldas penden tupidos bosques
que inclinando su enredada sombra sobre mi cabeza,
me cubren completamente de silencio y paz.
Allá, dos arroyos tapados por el denso verdor
trazan serpenteando los contornos del valle;
en un momento mezclan el agua y su murmullo,
no lejos de su fuente pierden su identidad.
Como ellos la fuente de mis días ha fluido,
ha pasado sin ruido, sin nombre y sin retorno:
mas su agua es limpia, y mi alma turbada
no llegó a reflejar las luces de un gran día.
El frescor de sus lechos, la sombra que la corona,
me atan todo el día a las orillas del arroyo;
como un niño mecido por un canto monótono,
el alma se adormece con el murmullo del agua.
Ahí, protegido por un muro de hierbas,
con un horizonte acotado que a mis ojos basta
y sólo en el verdor quiero elegir mis pasos,
sólo oír el agua, ver sólo los cielos.
Harto estoy de ver, sentir, amar en la vida,
vengo a buscar aún vivo la calma del Leteo;
hermoso sitio, sed la orilla del olvido:
desde ahora solo él será la felicidad.
El corazón reposa y el alma está en silencio,
el rumor lejano del mundo expira al llegar,
como en son remoto que la distancia ensordece,
traído por el viento al oído inseguro.
Desde aquí veo la vida, detrás de una nube,
desvanecerse en mí en las sombras del pasado;
sólo quedó el amor: como una gran imagen
pervive al despertar en un borroso sueño.
Alma, repósate, en esta última morada,
como el viajero, el ánimo pleno de esperanza,
descansa antes de cruzar el umbral de la ciudad,
y respira un momento el perfume de la noche.
Como él, limpiemos de polvo los pies;
el hombre nunca volverá por ese camino:
como él, respiremos al final de la carrera
esa calma precursora de la paz eterna.
Tus días, cortos y oscuros como días de otoño,
declinan cual sombra en las faldas de las colinas;
la amistad te defrauda, la piedad te deja,
y solo, bajas por la senda de las tumbas.
Mas la natura está ahí y te invita y te ama;
échate en su seno para ti siempre abierto;
ante tus cambios la naturaleza es la misma,
y el mismo sol se levanta para ti cada día.
De luces y sombras te envuelve todavía:
separa tu amor de los falsos bienes perdidos;
adora aquí el eco adorado por Pitágoras,
con él pon atención a la celeste armonía.
Sigue la luz del cielo, la sombra en la tierra,
en el espacio aéreo vuela con Aquilón,
con los suaves rayos del astro misterioso
deslízate, bosque a través, en la sombra del valle.
Dios, para concebirlo, hizo la inteligencia:
la naturaleza por fin descubre a su autor.
Una voz habla al espíritu en silencio,
¿quién no ha oído esta voz en su corazón?
Alphonse de Lamartine, incluido en Antología de la poesía romántica francesa (Ediciones Cátedra, Madrid, 2000, ed. de Rosa de Diego, trad. de Vicente Bastida).
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