¿Qué los llevó hasta el mar, a fletar ese barco que hacía agua
—viejo, de doble camarote y doce nudos, sin silla giratoria, sin velas y sin mástil:
uno no lo querría ni siquiera para un fin de semana
en un afluente del río Teme, en donde encallar sí que se puede, es cosa fácil,
ni para en un chapoteadero tirar el ancla,
asustar un banco de peces, volcar el colchón inflable de un niño —
a esos jóvenes que en su vida diaria rezumaban tan fino
savoir faire, hasta bajo presión, siempre sabiendo lo que había que hacer?
¿Podríamos rescatarlos de lo que haya sido que los trajo aquí,
al sur de todo lo que conocían, a arriesgarse a un viaje de pesca así,
a un barco sin capitán, a un bar corriente y un burdel;
de lo que los abrió a las influencias de los trópicos; les mostró el miedo;
paralizó dos estómagos hasta arrugarlos y apretarlos en nudo ciego,
e hizo que sus pulmones estallaran de negrura? No; está escrito en la trama,
en las estrellas que no podían leer, en el orgullo de su naturaleza
que minimizaba todo obstáculo ante aquello que elegían,
que hacía que todo el mundo concediera el más mínimo de sus deseos, una vida
en el lado filoso de las opciones, en la ciega persecución de la pesca;
unidos siempre en esto: en que ante todo lo que proyectasen, había
muy pocos —es decir nadie— que se les opusiera. No hubo trato que no intentaran,
triquiñuela que no hicieran, mierda que en el plato de alguien no apilaran...
Habían recorrido a la deriva la mitad del mundo, desde el Cabo Halfalump,
uno de ellos intentando convencer a la bomba de gasolina
o desatorando la hélice, el trique del timón, mientras el otro hacía un
guiso de cabezas de pescado y sanguinolencias y se medio dormía
embelesado por el clic clic de su caña de pescar y el titilar
indolente de su sedal al sol. Y luego, cataplún
se quedaron solos, inmensamente, con los peces por compañía mientras algo se empezaba a
cocinar
en el cielo como un raspón reciente, el latigazo de las olas, el barco deslizándose
de lado, diminuto, proyectado entre las dos agujas
verde malva de una catedral marina en movimiento, imaginándose
lo peor (y algunos imaginares son verdad),
sin saber todavía qué podría ser, y bajaron a tratar
de ponerse en contacto con Mayday o un SOS, alguna ayuda
— su aparatejo de radio— pero ninguno sabía usar ese maldito cachivache.
Cada hora que pasaba los alejaba más de toda ayuda; cada vez
pesaba el cielo más, el mar se levantaba como un alpe;
en cosa de nada arrastró con facilidad sus pocas provisiones por la borda, yo-hé,
que se mecían alegres mientras el agua restallaba, yo-hé, parte sobre la regala, parte
por la cubierta y de regreso a su, yo-hé, posesiva,
resbalosa guarida. Hasta que se quedó quieto, a la deriva.
Calma chicha, horizonte plano, vacío. Días. Aventarse a nadar, ¿quién lo haría?
¿Supieron acaso, temieron lo que se les venía? Sin timón,
tronada la pintura, desgarrada; anegada la borda:
así hallaron el barco, con siete chuecos arañazos marcados
en la fibra de vidrio, sin utensilios de pescar, sin ropa,
sin nada, ni un rastro de Garth o de Greer, excepto por un mechón
de pelo aquí, otro allá —los ataron a anzuelos, los colgaron,
y vieron a los peces, tan fácilmente cogerlos y arrancarlos.
Alan Jenkins en Harm (1994), incluido en La generación del cordero. Antología de la poesía actual en las Islas Británicas (Trilce Ediciones, México, 2000, selec. y trad. de Carlos López Beltrán y Pedro Serrano).
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