Aquí en la última vuelta del maratón un cruel
muro invisible o alambrada o foso
ha detenido al campeón de Bavaria, que yace
inconsciente, a cincuenta yardas del champán...
—A la medida de su novia, quien a los dieciséis
ganó el salto alto femenil en los juegos de Munich
(donde masacraron a doce atletas israelíes)
como lo hizo aquí— ¿qué nos dice ella de su caída?
Detengan la repetición, algo anda mal; ella se atraganta;
cubre el monitor con su chándal; gime
y al fin dice: "Es que... (al fondo sobre la barra
alguien curva su espalda), es que está muerto"
(y en ese espasmo vemos un campo lleno de él,
de veras masacrado: habitantes de la villa olímpica,
tratando de atrapar con cucharas los huevos que se riegan)
"...como en su última carrera en Helsinki".
Y nos sentimos aliviados de que haya medallas de plata,
que haya resurrecciones fáciles, y regresos
de las resacas más negras; felices de compartir
la mentira de que lo que cuenta es hacer tu mejor esfuerzo;
de saber que los débiles, perdidos, olvidados,
y hasta el más insignificante de los germanos muertos,
pueden tropezarse con los instrumentos de la gloria
y ganar su minuto sin cortes en la cinta magnética;
de saber que pronto iremos rumbo a casa, manejando
al atardecer, por habituales caminos de castaños,
a unirnos a los muchos en los que confiamos
que no se darán por aludidos —es sólo otro día fallido;
de que la joven y alta alemana usó la licencia
de decir "está muerto" en el más suave
sentido atlético, para decir que a su amigo
(no un inmortal de pista y campo) se le acabó el gas.
Mick Imlah en Birtbmarks (1994), incluido en La generación del cordero. Antología de la poesía actual en las Islas Británicas (Trilce Ediciones, México, 2000, selec. y trad. de Carlos López Beltrán y Pedro Serrano).
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