ojos, sin fin, llorando,
escombrera adelante, por las ruinas
de innumerables días.
Ruinas que esparce un cero —autor de nadas,
obra del hombre—, un cero, cuando estalla.
Cayó ciega. La soltó,
la soltaron, a seis mil
metros de altura, a las cuatro.
¿Hay ojos que le distingan
a la tierra sus primores
desde tan alto?
¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas,
que se tejen, se destejen,
mariposas, hombres, tigres,
amándose y desamándose?
No. Geometría. Abstractos
colores sin habitantes,
embuste liso de atlas.
Cientos de dedos del viento
una tras otra pasaban
las hojas,
—márgenes de nubes blancas—
de las tierras de la tierra,
vuelta cuaderno de mapas.
Y a un mapa distante ¿quién
le tiene lástima? Lástima
da una pompa de jabón
irisada, que se quiebra;
o en la arena de la playa
un crujido, un caracol
Roto
sin querer, con la pisada.
Pero esa altura tan alta
que ya no la quieren pájaros,
ciega al querer su causa
con mil aires trasparentes.
Invisibles se le vuelven
al mundo delgadas gracias:
la azucena y sus estambres,
colibríes y sus alas,
las venas que van y vienen,
en tierno azul dibujadas,
por un pecho de doncella.
¿Quién va a quererlas
si no se las ve de cerca?
Él hizo su obligación:
lo que desde veinte esferas ~
instrumentos ordenaban,
exactamente: soltarla
al momento justo.
Nada,
al principio
no vio casi nada. Una
mancha, creciendo despacio,
blanca, más blanca, ya cándida.
¿Arrebañados corderos?
¿Vedijas, copos de lana?
Eso sería...
¡Qué peso se le quitaba!
Eso sería: una imagen
que regresa.
Veinte años, atrás, un niño.
Él era un niño —allá atrás—
que en estíos campesinos
con los corderos jugaba
por el pastizal. Carreras,
topadas, risas, caídas
de bruces sobre la grama,
tan reciente de rocío
que la alegría del mundo
al verse otra vez tan claro,
le refrescaba la cara.
Sí; esas blancuras de ahora,
allá abajo
en vellones dilatadas,
no pueden ser nada malo:
rebaños y más rebaños
serenísimos que pastan
en ancho mapa de tréboles.
Nada malo. Ecos redondos
de aquella inocencia doble
veinte años atrás: infancia
triscando con el cordero
y retozos celestiales,
del sol niño con las nubes
que empuja, pastora, el alba.
Mientras,
detrás de tanta blancura
en la tierra —no era mapa—
en donde el cero cayó,
el gran desastre empezaba.
Pedro Salinas, incluido en Explorando el mundo. Poesía de la ciencia (Gadir Editorial, Madrid, 2006, edic. de Miguel García-Posada).
Otros poemas de Pedro Salinas
Pincha para ver la lista de poemas incluidos en el blog
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tomo la palabra: