1.°) La actuación trae sus riesgos, es sabido. Nada puede no suceder, una estación ferroviaria, un cielo gris son suficientes para que la consabida imagen se distorsione y en lugar de la corista aparezca la estatua del último explorador del Mississipí, especie de Búfalo Bill entre la lluvia, contra quien se lanzan los lazos y el ruido de los trenes. Y mientras se echa mano a los afeites, se levanta el decorado, cualquier detalle imprevisto puede variar la composición de lugar y tiempo, de manera que ya no se trate de una arenosa calle de un pueblo del Oeste, sino del cuadrilátero del Square Carden o de una pequeña relojería en la plaza de Bolívar. Lo que implica un desplazamiento del mundo, un calculado retornar a las fuentes del misterio, al trébol de cuatro hojas y las escobas paradas. Cuestión inútil y perecedera, puesto que el artificio nada resuelve, de nada sirven sus flores de papel en el vestíbulo de una oficina de negocios. Entre tanto, las telefonistas habrán muerto de tedio y en la plaza de Cisneros el pueblo, esa esgrima de sombras, resistirá a los lanzallamas y los generales. Nada entonces impedirá que el día se llene de sombreros y vitrinas y que la trama se siga en el escenario donde la vida puede alcanzar una solución imprevista, salticos de conejo, su burbuja de acuario.
Pero habrá pasado otro día, es sabido.
2°) Agréguese a una subasta pública la foto de los Beatles con anteojos y abarcas, piénsese en esa niebla de río como en un relato del medioevo, múdese de ropa al general Santander y aún se estará lejos de empezar a describir la patria boba, ese período inefable donde los conejos dispararon a las escopetas y las hortensias dulcificaron la paz de los conventos. Una palada de tierra no será suficiente para olvidar, un día en un campo lleno de minas. Háblese si se quiere de cómo la sangre salpicó las tapas recién blanqueadas y entristezca, entristezca, porque seguramente el agua ya le llega a las rodillas.
3.º) Al fin y al cabo las cosas son como son y por siempre. Inútil pensar en hervores y fórmulas secretas: el tiempo, como la polilla, deshilacha las banderas, empolva cualquier estatuaria heroica, completa con monedas de oro el costillar de los barcos piratas. De ahí que cerrar la puerta trasera tenga sus bemoles, sus golpes de lluvia cuando menos se espera. Tampoco entregar la vida a la memoria, sobre todo de los recién muertos. A la larga se terminaría hablando de malas noticias a los tíos del Norte, de afiches horrendos, de brutales insultos, o contando cabezas en manifestaciones públicas. Mejor las observaciones abajo de la página, la inocencia que supone remontarse a un episodio de la guerra de los mil días. Y nunca colocar el anillo de bodas en dedos ajenos a los de la novia. Nunca.
Elkin Restrepo en Bla, bla, bla (1968), incluido en Antología de una generación sin nombre (últimos poetas colombianos) (Ediciones Rialp, Madrid, 1970, selecc. de Jaime Ferrán).
Otros poemas de Elkin Restrepo
Boris Karloff, Conversaciones en el campo de golf, Greta Garbo, La iguana
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