Se reseca el río
(así como la ira consume la voz),
Un enceguecido pez estirado sobre el barro amarillento
Parece querer echar raíces, reflejándose la orilla
En su claro semblante, en donde ya no anida la substancia...
Se reseca el río...
Así con los años nos debilitan el alma,
Y no hace falta cruzar vadeando, porque ya no existe tal vado...
Avanzamos sin interferencia sobre el desnudo lecho.
Crujen bajo los pies, como conchas,
Los recuerdos envejecidos —esfumados de la memoria al igual que nuestros orígenes.
Se estremecen en el viento los diáfanos cuerpos de las nereidas desamparadas,
Duermen los ahogados, hundidos en el acre barro...
Queda tan sólo en lo más recóndito del angosto canal
tapizado por miríadas de guijarros asoleados
Un estancado hilillo de agua,
Que todavía se acuerda del río.
Y él a menudo sueña con los relinchos de los caballos esteparios,
Como humean las grupas dejando su olor en el agua sudada,
Como cae oblicuamente en su superficie la precisa noche,
Hundiéndose en ella loca de gozo, la errática estrella...
Gotean en el fango estas escurridizas rememoraciones, se asientan...
Al arroyuelo recorrerá un largo temblor —removiéndose en el fondo,
Aún tendrá tiempo de dejar detrás suyo una conjetura: los ríos no se secan,
Penetran directamente en la tierra
buscando una nueva profundidad...
Oksana Zabuzhko en El dirigente de la última vela (1990), incluido en Poesía ucraniana del siglo XX. Una iconografía del alma (Revista Litoral, nº 197-198, Torremolinos, 1993, trad. de Iury Lech).
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