Me cojiste de la mano, me llevaste contigo, y me sentaste en el trono, delante de los hombres. Me fui volviendo tímido, incapaz de acción, inútil para el camino. Dudaba de todo, y discutía conmigo a cada paso, no fuese a pisar espina en el favor humano.
Vino la piedra, sonó el tambor del insulto, y mi silla rodó, humillada, por el polvo. ¡Libre al fin! Los caminos, abiertos ante mí; mis alas, llenas del afán del cielo! ¡Me voy con las estrellas errantes de la medianoche, a hundirme en la sombría profundidad! ¡Soy como la nube del verano en el huracán, que se quita su corona de oro, y se cuelga el rayo, igual que una espada, en la cadena del relámpago! ¡Con qué desesperada alegría corro por el camino polvoriento de los desdeñados, a tu bienvenida final!
El niño encuentra a su madre cuando sale de su vientre. Ahora que estoy separado de ti, echado de tu casa, ¡qué bien te veo tu rostro!
Rabindranath Tagore en La cosecha (Alianza Editorial, Madrid, 1984, trad. de Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez).
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