falansterios no dan abasto y cargan con su peso en oro
aquellos que han entrado en estos días guiados por un
espejo retrovisor
para leer correctamente el nombre de las ambulancias.
Pero no soy un buen perdedor. Los juguetes de mi
hija yacen tirados encima de la mesa
como después de una cruenta batalla.
El midwest está lleno de fanáticos religiosos que
amenazan con arrojarnos la bomba atómica.
Se oponen al gobierno federal -cristiano, retrógrado y
fascista- al que acusan de estar en manos de
los judíos. Niegan, sin embargo, ser nazis,
aunque sus granjas parezcan arsenales y los silos
donde supuestamente se guarda el grano de
la cosecha más bien parecen albergar ojivas
nucleares en las manos de un criador de ganado cuya
única fuente de información
son los noticieros de las seis de la tarde que ni
siquiera por error han mencionado alguna vez el
nombre de su pueblo (ni tampoco las carreras de
tractores que son el orgullo del estado).
La bomba atómica no era un chiste, pero los poetas
malditos que sobreviven a costillas
del Mercurio y del gobierno despotricando a
escondidas en contra de la derecha, le han dado
rienda suelta a la caza de los espíritus
desprevenidos y algunos cuantos
permanecen obnubilados como parte de un rito de
aprendizaje del que puede que despierten dando
gritos o conectados a un respirador artificial
en la sala de operaciones de un hospital del sistema
público donde las enfermeras estén en huelga
y la anestesia se aplique a martillazos, los gritos
provenientes del quirófano
no le pertenecen solamente a los doctores.
Cristián Gómez Olivares en La casa de Trotsky (Ediciones de la Isla de Siltolá, Sevilla, 2011).
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