A través de fábricas ruidosas,
vibrantes por el eco de la voz,
lo más íntimo, lo que la lengua calla
te diré -secreto que ante los maridos
las mujeres y las viudas ocultan.
Lo que Eva conoció por el árbol
y silenció: que yo no soy sino
un animal herido en el vientre.
Que abrasa. Como si me arrancaran
la piel con el alma. Se esfumó en aire
la herética y absurda insensatez
a la que dimos el nombre de alma.
Desmayo, plaga, cristiano mal
-ponedle paños calientes, si queréis:
nunca ha existido. Se complacía
en seguir estando vivo
sólo el cuerpo. Y ya no quiere.
***
Perdóname. No quería.
Es grito de entraña devastada.
Así esperan los condenados
su ejecución al alba,
jugando al ajedrez. Risa
burlona el ojo del vigilante.
Somos los peones de un tablero
y alguien va jugando con nosotros en él.
¿Dioses buenos? ¿Malignos? ¿Quién?
Todo el horizonte es el ojo del vigilante.
Ruido metálico. Pasillo sangriento.
Ya se ha acabado el juego.
Un cigarrillo por última vez.
Y escupir -ah vida, vida.
Escupir. Al borde del tablero,
abierto está el camino -desangrarse-
a la huesa. Te miro de reojo.
Es la luna un ojo secreto que vigila.
-Qué lejos estás ya.
Marina Tsvetaieva en Poema del fin (1924), incluido en El canto y la ceniza (Círculo de lectores-Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2005, trad. de Mónika Zgustova y Olvido García Valdés).
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