(Universidad Nacional de Costa Rica).- El segundo poemario de Ligia Zúñiga Clachar (Andrómeda, San José de Costa Rica, 2005) es un texto plurisignificativo, donde hay numerosos paralelismos entre los elementos corporales y sus diversos sustantivos, en una serie de dicotomías que marcan línea estilística en la autora costarricense, entre las que destacan: piel / silencio; venas / ocaso; rodillas / tierra; cuerpo / grito; cuerpo / recuerdo; alma / tiempo. En dicha perspectiva, dichas series focalizan asociaciones de gran fuerza expresiva en la carga de significados que, sin duda, apelan a establecer nudos temáticos expansivos.
El símbolo de la hoguera-pasión “se desata, / recorre los caminos, / le da vida al silencio”, el cual se infiere como un símbolo plurisignificativo que le aporta solemnidad al recorrido amatorio. El topos del camino es una vibración acezante cuando “los labios se entreabren (...) Rompo el viento / púrpura. / Encendida / voy hacia ti”. El acento amoroso es un tema recurrente en este universo poético. Su camino amoroso es plural y posee la vitalidad de un canto desde el yo al ustedes; desde el yo al mundo. La hablante ama al mundo, aunque dicha acción implique, acaso, la hoguera del incendio interior.
En este segundo libro -escrito tres lustros después de su libro de estreno Cielo aparte (1969-1989)-, lo misterioso es posible cuando “acariciamos el alma”, cuando “Cruzo la ruta señalada / del olvido / y avanzo”. Dichas propuestas son aseveraciones que cobran vida “Antes después ahora”, es decir, tres marcas deícticas en una sola conjunción, contra fronteras. Muy intenso el cierre del libro: “Hoy, ¿qué son los años? / ¿El espacio incalculable / entre un día, y otro, y otro más? / Hace apenas cuarenta años / aquella tarde de enero, / cuando el agua del mundo / se derramó, / murió mi padre”.
La hablante lírica maneja proposiciones léxicas fundadas en 15 verbos plenos de actividad plurisignificativa: amo, arde, beso, busco, caigo, desata, deshojaré, escucho, miro, palpo, reafirmo, siento, sobrevivo, soy o viviré. Igualmente, incorpora verbos de restricción semántica en cuanto que abordan un horizonte de expectativas menos vitales: agonizo, claman, naufrago, masacran, sangro...
En este orbe lírico hay una gran preocupación por la ausencia, por lo que dejamos, por lo ido. El yo lírico equipara la ausencia con el sepulcro. Ella posibilita que los colores la reafirmen en el retorno. Todos tenemos ausencias: unas se clavan en antiguos recuerdos y no son nada más; otras se destierran en el olvido, el mejor sitio donde pueden estar. Su poética es concluyente “De nadie he aprendido más / que de la ausencia: / aprendí a conocer el vacío”. La hablante le agradece a la ausencia ser “tránsito de mi vida”. Creo que las ausencias deben permanecer cerradas, su mejor destino continúa siendo el olvido, para que no dañen a otros, quienes interesan hoy, porque construimos la historia y forjamos las vivencias cotidianas que nos confieren ánimo de vida.
Cabe endiñar, entonces, que hay una propuesta de conocimiento hacia el vacío, hacia la totalidad para descubrir “la espiral del silencio”, como paralelo de la ausencia. La ausencia es estéril cuando no es trascendente. Hay ausencias enterradas en el olvido, pues no son más que intrascendencia. Hay ausencias que se mueren solas, porque jamás alcanzaron ninguna significación vivencial. Hay ausencias de tonos sepia, inscritas en la débil opacidad, “en el ocaso del olvido”.
En este sentido, la ausencia se proyecta como lo ido sin regreso. El pasado no debe tener futuro. En muchas ocasiones, daña, revive situaciones de contexto, ata, condiciona. La vida es breve, por lo tanto, hay mucho por construir en las manos del día, en el presente cotidiano que se forja como esperanza. Hay ausencias que dañan, porque destruyen, restan confianza, desacomodan el orden de la vida que ha seguido su curso, sin estancamientos, porque la vida nunca ha esperado a nadie. La vida es movimiento, nuevas decisiones, proyectos, realidades, definiciones. No podemos atarnos al pasado sin futuro, sobre todo, si ese pasado es intrascendente, un sueño menos, un recuerdo débil y, además, marchito. Revivir el pasado significa, en diversas circunstancias humanas, causar desajustes, crear anticuerpos en el ahora que cuenta, en la vivencia definitiva. En fin, el pasado de la ausencia debe ser un episodio sin retorno, siempre que no construya ni aporte nada relevante en la vida compartida de siempre, así ha sido desde la extensa historia de la humanidad hasta nuestros días digitalizados.
El silencio es otro de los símbolos estelares, toda vez que estremece el silencio de los días. El silencio opera como un símbolo que se desdobla; su antinomia es la palabra, pero también es un espacio de espera corporal: “Has despertado el silencio / de mi carne”. Ciertas veces funciona como un “vacío inmortal / que trasciende / el silencio /después del grito”. En otras ocasiones, el silencio alcanza el planteamiento de la denuncia “el silencio, / marcó el olvido. / Todos quedaron muertos”. En ciertas oportunidades “Es la lumbre / la que mantiene / el silencio”. Es bien sabido que “Detrás de la soledad / el silencio”, el que nuevamente se asocia con lo corporal “Mis pechos prodigan fe /Amor / Silencio”. Este planteamiento de resemantización se puebla de comienzos y finales, en una historia recurrente a prueba de siempre en la condición humana.
“El oráculo ha dicho / su última palabra”. Aquí se revalida el compromiso de ser cuatro dimensiones: en, con, desde, por la palabra. La hablante lírica sostiene “Siento lo que soy. / La misma. /Siglos más tarde”. El texto es circular: inicio y final son recurrentes. Nadie responde al oráculo, pero la palabra lo hace por la palabra. Ella es un espejo de verdad, de vida, de refugio. La palabra salva, aunque sea una sola “Palabra /Etnia”. ¿Cuál será nuestra última palabra? La palabra es un misterio en la conciencia existencial. La palabra crística subyace en el fondo histórico de estos poemas abiertos de la autora guanacasteca. La dedicatoria a su hijo Andrés Alejandro es una fundación de afecto, igual que la escrita a su hermano Juan Gabriel y, en la misma línea, la que eterniza la memoria de sus padres. Esteban y Alejandra, sus sobrinos, ocupan un espacio estelar en su tránsito de territorio vital. En el reconocimiento por la palabra ajena, incorpora dos marcas paratextuales, en sendos epígrafes de Zulma Reyo y Eunice Odio.
La última cifra del sol, pulcramente editado por Ediciones Andrómeda, privilegia 35 palabras que la hablante lírica incorpora con plenitud: agonía, alma, anturios, años, ausencia, caminos, caricia, carne, cielo, colores, crepúsculo, día, distancia, espera, esperanza, grito, hoguera, incendio, mar, miedo, muerte, nadie, noche, ocaso, olvido, palabra, poesía, recuerdo, sed, silencio, sol, soledad, tiempo, vida o viento... Habría que deslindar cada lexema, releerlo muchas veces y encontrarle su intensidad de campana, su tañido renovado en sus alcances lingüísticos, después de acabar cada lectura, que siempre es otra, porque como lectores nos renovamos a cada momento, acumulamos nuevas experiencias y se las aportamos al texto, de acuerdo con la perspectiva teórica sobre el texto, planteada por Roland Barthes y que compartimos por convicción.
Lic. Miguel Fajardo Korea, Premio Nacional de Promoción y Difusión Cultural. miguelfajardokorea@hotmail.com
Me ha parecido un comentario muy completo y además fácil de leer y de entender.
ResponderEliminarEs increíble como cuando alguien te desgrana los poemas llegas al sentido exacto que la autora quiso transmitir, y no es nada fácil.
Besos
Bueno, luego cada uno hace su propia lectura, pero sí, anima mucho.
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