en la mañana -viento sur- de invierno.
El hálito templado acariciaba
últimas hojas de los robles viejos,
castaños despojados, varas altas
de los fresnos, barniz y luz de acebos
e hinchaba mis pulmones de pureza.
Versolari imposible hacia mi verso
ascendía impaciente, hacia mi fuente,
mi manantial que está sangrando tiempo.
Y me habló Ormola según lo escalaba
sus lajas, sus torrentes y repechos.
-Mira hacia abajo. Ese es tu valle matrio,
tu Azcoitia de ocho años, niño serio,
tu villa abuela de nogal vascuence
y de Angelus de cáñamo y de rezo.
(Resbala por el quieto mediodía
Gabriel, visible a los alpargateros).
Mira cómo se bañan tus patitos,
tus corros que decís allá en los pueblos
de tu natal Montaña, tus delicias
cuando azotan relumbres y aleteos.
Mira el frontón y el porche y la alta bóveda
-parroquia familiar, órgano, incienso-.
Y esa cúpula gris es tu Loyola,
vaticano menor, largo paseo.
Y sigo y trepo arriba, más arriba,
hasta asir con mis manos mi alto empeño.
Ormola, al fin, soñando en Cacerneja.
Caserío y cabaña, a su amor debo
mi regalo de vida, mi existencia.
Último fruto soy, otoño vuestro.
Casa donde nacisteis y jugasteis,
María Uría, Ángela Cendoya,
abuela que gocé, madre del alma.
Y os veo ahora niñas, niñas siempre
y siempre madres, madrecitas mutuas,
primero tú y yo luego, ésta es la vida.
Y a mis oficios vuelven el "maitía"
y el "choriburu" tierno y la suprema
jaculatoria "¡Ángela María!"
juntando en cielo vuestros nombres mismos.
Caserío de Ormola. Contrafuertes
-la planta en desnivel- catedralicios.
Y desde el altozano los hastiales
veo robustos y salir el hércules,
miembros de oso, el huésped aitzkolari,
"genius loci", heredero. El tío abuelo
fue también campeón -la raza éuscara-
de abrazar, levantar bloques de piedra.
Mas no son esas -míticas de Ormola-
las glorias de mi sangre y de mi hueso,
mis cariños y orgullos. Son las madres
a la rueca aplicadas, al cultivo
del lino, a la magosta, los manzanos
que maceran en jugo oro de sidra
y vuelven en abril a vestir túnica
cual no ostentó jamás reina de fábula,
redundando de mieles la ladera.
Madres de madres, sí, niñas de niñas.
Ya os oigo, te oigo treceañera,
ardilla rubia en salto -gracia y fuego-
inventarme, llamarme, conjurarme,
sintiéndome ya flor en tus entrañas,
tu benjamín de octubre y embeleso.
Tú niña, tú doncella, tú ya esposa
en Castilla del mar, abrazo insólito
de dos cumbres cantábricas: Ormola,
Valnera. Padre, madre. Santa madre,
cumplo yo hoy la edad que tú alcanzabas
-noviembre humano ya, cerca el invierno-
cuando Dios te llamó y tú ahogándote
me mirabas tristísima y alegre,
heroica (te ahogabas) sonriendo,
desgarrándote, hundiéndote, salvándome,
desde tu ultraladera me mirabas
subiendo, azuleándome de cielo.
Gerardo Diego en Vuelta del peregrino, incluido en la antología Palma de mano abierta (RNE, Madrid, 1973.
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