Quisiera empezar por preguntarle sobre su formación como escritor y sus influencias literarias. ¿Qué es lo que le llevó a escribir?
Comencé a escribir –a intentar escribir literatura- a los 11 años. Recuerdo que se trató de un pseudocuento titulado 'El alfiler', que felizmente no conservé. Luego insistí con algunos otros relatos, de los que sólo recuerdo un título: 'La rata verde', con el que gané un concurso de la escuela secundaria que me llenó de orgullo y confusión. Respecto de la poesía, mis primeros intentos se produjeron alrededor de los 15 años, más bien como consecuencia de mi afán con las lecturas de los clásicos españoles del siglo XIX y XX. Aprendemos por imitación, ya sabemos. Luego descubrí a los vanguardistas franceses, y, posteriormente, hacia mis 20 años, a la poesía inglesa, que le dio un giro fundamental a mis intentos. Los poetas que más me impactaron entonces fueron los románticos ingleses: Lord Byron, Samuel Taylor Coleridge, Mary Shelley, John Keats; luego T.S. Eliot, Ezra Pound, y fundamentalmente, Dylan Thomas, para mí –en mi desarrollo- el autor más importante. Y por supuesto, los poetas metafísicos ingleses del siglo XVII, que son una lectura ineludible.
Además de los que ya referí, por supuesto Pablo Neruda (influencia de la que felizmente ya me liberé) y César Vallejo (influencia que me gustaría que se hubiera acentuado más en mi obra). También numerosos autores norteamericanos, como Allen Ginsberg, Allen Tate, Edgar Allan Poe, Denise Levertov, Richard Wilbur, Theodore Roethke, Amy Lowell y su sobrino (como poeta, menor que su extraordinaria tía) Robert Lowell, Emily Dickinson y en menor medida, Gregory Corso. Entre los argentinos, desde luego Jorge Luis Borges, el inevitable Borges. Y también Juan Laurentino Ortiz, Joaquín Giannuzzi, Antonio Requeni (posiblemente el mayor poeta argentino viviente, en mi opinión), Oliverio Girondo, César Rosales, Olga Orozco, Francisco Madariaga y Enrique Molina (estos dos últimos fueron mis amigos).
Respecto de qué me llevó a escribir, creo que fue un impulso que tenemos todos: el afán de expresar nuestras difusas sensaciones, de ponerlas en el papel para verlas frente a nosotros con alguna forma, examinarlas y creer que, así, comprenderemos algo de eso que somos; una idea errónea, sin duda, ya que las palabras transforman a las sensaciones…, en palabras. En otra cosa que aquello que son, realmente, y que nunca comprenderemos cabalmente. Además, si es que uno va progresando un poco en literatura, llega el momento en que se da cuenta de que aquello que escribe le pertenece menos una vez que está escrito; se ha vuelto algo objetivo, externo, algo que puede compartir con los demás –cree uno- cuando en realidad los demás lo leerán desde sus propias ópticas, que difieren de la nuestra, desde luego y es bueno que así sea. Además, conspira contra esta idea primitiva de la “expresión del yo” el hecho de que descubrimos que lo escrito tiene sus propias reglas y su propio mundo, insertado en una tradición de 6.000 años de antigüedad. Eso es mucho tiempo y marca a lo escrito, lo quiera uno o no. Para la literatura lo importante no es el hombre que la escribe; a ella sólo le importa ella misma. Lo que nos suceda a nosotros sirve apenas –y en el mejor de los casos- como disparador del texto, es lo que acciona primariamente el gatillo. El arma tiene su propio blanco.
¿Qué lo mueve a elegir un tema?
Francamente, yo no lo sé. Simplemente surge inicialmente como una sensación difusa, lo que yo llamo “el fantasma” del poema que será después. Es algo sin límites claros, casi sin forma, y desde luego, no está hecho de palabras. Puede motivar su aparición una frase oída al pasar, más habitualmente algo que leo o que recuerdo. La memoria, que es caprichosa, resulta de gran ayuda para escribir, porque deforma a su gusto los recuerdos y así, aquello que fue un momento feliz, según creíamos, puede ser recordado años después con tintes sombríos u otras connotaciones, vaya uno entonces a saber cuáles. Estas deformaciones de la memoria también son un proceso creativo, no hay por qué subestimarlas. Luego, el fantasma del que hablo se vuelve impuro, se mezcla con otras impresiones, diferentes evocaciones, se le agregan partes ajenas, posteriores a su primer surgimiento, y allí, con muchísima suerte, ya se va volviendo parcialmente palabras: tenemos el comienzo o el final del futuro poema, un verso o, a veces, apenas una parte nuclear de él. El fantasma ha perdido peso, lo va ganando el lenguaje. Luego, las tramoyas del español, la más plástica de las lenguas; después la tergiversación sucesiva, los cambios de rumbo del sentido inicial; las treguas, cuando nos olvidamos casi por completo del asunto; posteriormente, la retoma por parte de uno, nosotros, que ya no es el mismo de días atrás, uno que trae otros aportes… El poema es siempre colectivo: lo hacen los sucesivos señores que somos, según pasan los días. El tema, me parece a mí, en definitiva, es lo menos importante de un poema. Es, por así decirlo, una excusa que emplea el poema para referirse casi siempre a las mismas cosas.
¿Cuál es la rutina de Luis Benítez a la hora de escribir? ¿Cuáles son las mejores horas y sitios para usted?
No tengo una rutina, al menos cuando escribo las primeras versiones de un poema. Puede aparecer en cualquier momento el fantasma al que antes me refería. Me ha sucedido escribir en el autobús, en el tren subterráneo, en plena calle tuve a veces que entrar a una cafetería porque se producía el asalto. Otras veces, escribí versos aislados apoyando cualquier papel contra un árbol o un muro. Ahora que el proceso de las versiones finales sí tiene siempre otros escenarios de mayor recogimiento y en esto me pongo muy quisquilloso: tengo que estar en mi cuarto, o en un sitio aislado, sin ruidos, frente a un ordenador, porque si bien generalmente escribo las primeras versiones a mano, con bolígrafo, sobre papel sin renglones, las sucesivas versiones hasta arribar al poema final –lo poco que queda del fantasma- tengo que hacerlas sentado frente al teclado gris y la pantalla brillante, una y otra vez. ¿Antes de sentarme? Bien, siempre hay algunos ritos. Francis Bacon sólo podía escribir vestido de etiqueta y con un gato persa sobre las rodillas; Ernest Hemingway y Albert Camus escribían de pie frente a las Underwood de entonces; F. Scott Fitzgerald tenía que beberse una botella entera de champaña al comenzar y al terminar una novela. Yo, para escribir las versiones finales de un poema tengo que dar muchísimas vueltas por la casa, mascullando como un búho, mientras escucho música –particularmente tango, que es mi favorita- fumar tres o cuatro cigarrillos rubios, tomar whisky y renegar, antes de ponerme a trabajar. Son rituales propiciatorios; no significan nada en sí mismos, pero son necesarios e imprescindibles. Me estoy poniendo viejo y son mis manías, dan resultado y no veo necesidad alguna de cambiarlas.
¿Qué es lo que más difícil le resultó dominar dentro de la poesía?
Particularmente, el ritmo, un elemento que es específico de la poesía y, contra lo que muchos piensan y hacen, no resultó abolido por el advenimiento del verso libre o blanco. Sin ritmo no hay poesía o se trata de poesía defectuosa, lo que equivale a decir que podemos escribir poesía sin ritmo y que resulte genuina, pero será “un poco menos poesía”. Lo que buscamos, si somos honestos hasta reconocer que la pifiamos en algún punto, es poesía avant la lettre. Y por lo tanto, debemos tener en cuenta que si los significados se entraman con la forma de un modo original y exacta, pero al conjunto le falta ritmo, ese poema carece de una de sus tres patas. Y una cosa cualquiera, el poema incluido, no se sostiene sobre dos patas, sino sobre tres. Caso contrario, se cae. No entiendo como desprecian tantos el sonido de las palabras y sus combinaciones; parece un prejuicio alimentado por la fobia a la rima, una enfermedad infantil de la poesía contemporánea, por temor a parecer reminiscente, cuando la rima interna, no necesariamente la establecida por las sílabas del corte de verso, es tan sana y tanto apuntala al conjunto. Thomas Sterns Eliot apuntaba que “no hay facilidades en el verso libre para el muchacho trabajador” y creo que sigue teniendo razón. Me llevó varios años comprender los alcances de esta simple verdad en poesía y dos décadas más ejercer algún dominio sobre lo comprendido, pero estimo humildemente que valió la pena. Siempre valdrá la pena algo así, ¿no?
¿Cómo es su proceso de corrección?
Muy fastidioso. Tengo que sentarme muchas veces frente al texto antes de comprender finalmente que sí, que definitivamente está terminado, que es una obra acabada. Es que todo lleva a algo como “terminado”, “acabado”, “culminado”, que remiten obligadamente a la muerte. La verdad es que creo que está "terminado" / “muerto” para nuestro proceso interior, donde primero fue un fantasma, después un monstruo todavía sin forma, proteico, en constante transformación, pero también opino que una vez terminado el poema comienza a transitar por su segunda vida, pues sólo existe en el mundo cuando alguien lo lee o escucha. Hacia ello va el proceso de corrección: es como afilar un instrumento, un arma; la corrección es el procedimiento que le da filo, lo que le permite entrar en el lector. La corrección despoja al poema de los ripios, las rémoras que retrasarían su ingreso al espíritu del lector. Por ello es tan importante su proceso. Las joyas en bruto no brillan demasiado.
¿Cómo combate el bloqueo del escritor, si es que alguna vez lo ha sufrido?
Simplemente, dejando de lado el texto por el tiempo que sea necesario. Mientras tanto, puedo seguir con otro o no hacer nada. No puede forzarse la elaboración del texto. Las veces que lo intenté, el resultado fue técnicamente aceptable, pero las palabras carecían de alma. No sucedía nada o muy poco al leerlas. Y el vacío, en letras, es particularmente horrible.
En sí, me ha sucedido pocas veces el famoso y temido bloqueo, porque sólo encaro la escritura de poesía cuando está bien definido el impulso y la mayoría de las veces dura lo suficiente como para dejar eso escrito allí, delante de uno.
¿Qué opina de la Literatura Hispana en los Estados Unidos?
Resulta interesantísimo leerla, tenemos buenos escritores trabajando en Estados Unidos. Durante los años que viví en Nueva York conocí a muchos de ellos y apareció la obra de poetas como el cubano Rafael Bordao, que maneja un español magnífico, tiene mucho para decir y lo hace muy bien. Es uno de los poetas más interesantes que conozco, medido, directo, medular en su escritura. Bordao conoce muy bien todas las posibilidades que brinda una lengua tan rica como la nuestra y sabe sacar el mejor partido de esas posibilidades. Sin embargo, su empleo del arsenal de recursos del español literario nunca cae en el exceso, en la metáfora lujosa e innecesaria, en los ripios que entorpecen la lectura y nublan el sentido de las palabras. Conjuga muy bien la herencia española con las fuentes latinoamericanas y norteamericanas, opera manejando una delicada y difícil síntesis de distintas tradiciones y le da al conjunto una impronta definitivamente personal, absolutamente suya. Él ha llegado a ese punto, tan buscado y tan complejo. Para mí, la obra de Rafael Bordao es una suerte de paradigma del intelectual latinoamericano que escribe fuera de su país.
Bordao es un ejemplo cabal de lo que por aquellos años me anticipaba la poeta y crítica norteamericana Phillis Levin, respecto de las posibilidades de la literatura latinoamericana y su proyección en el conjunto de la poesía occidental. En una de nuestras frecuentes conversaciones, Phillis comenzó a apuntar hacia las posibilidades que tenía la poesía latinoamericana de convertirse en la renovación del género en el hemisferio occidental, basándose en una concepción entonces sorprendente. Según su concepto, expresado cuando la idea de multiculturalismo era algo más que la delicada hipocresía actual, los sentidos que habían animado a la poesía en Europa y en su mismo país, daban muestras de estar agotándose rápidamente. Lo decía no sólo con convicción, sino además con entusiasmo. Como todos los buenos norteamericanos, ella era también sincera en primerísimo primer plano. El tema me interesó, lógicamente, y la animé a que desarrollara su idea.
Dentro de lo disponible en Occidente, manifestó Levin, nadie como nosotros, los latinoamericanos, habíamos logrado sintetizar los aportes culturales del Viejo Mundo y de la América anglosajona, habida cuenta de la influencia que tenían, ya entonces, las obras de los poetas venidos de este último topós cultural. Por otra parte, habíamos hecho de esas influencias una síntesis nueva, incorporándole elementos terciarios que nos eran propios, resultado de la tradición poética varias veces secular de cada uno de nuestros países. Según Phillis, ávida lectora de traducciones a su idioma de Nicanor Parra, Pablo Neruda, César Vallejo, Olga Orozco, Álvaro Mutis y Enrique Molina, entre otros autores de nuestra porción del Nuevo Mundo, esa síntesis lograda iba a deparar un cambio trascendente de un alcance global. Levin era entonces senior editor de la revista Boulevard, una de las más importantes de los Estados Unidos y su opinión es algo para ser tenido muy en cuenta. Cuando leo a Rafael Bordao, siento claramente que mi amiga Levin estaba en lo cierto.
¿Cómo nace su poema ‘El Hudson’?
El proceso fue el mismo que describo en una pregunta anterior, respecto de cómo, en general, surgen en mí los poemas, pero en el caso particular de’El Hudson’, el impulso fue dado por el mismo objeto real, el río que baña la costa oeste de la isla de Manhattan, cuando yo vivía allí. Yo solía pasear por las calles de Nueva York muy seguido, pues es una ciudad que me gusta mucho, y frecuentemente terminaba en sus límites, dados por el Río del Este y el Hudson. Una tarde me quedé largo rato a las orillas de este último, observando a los barcos cargados de turistas que entraban o salían del puerto de la ciudad, y viendo a los grandes y pesados buques cargueros tajeando las aguas grises. Por aquel entonces, yo estaba escribiendo Manhattan Song, un poemario todavía inédito que publicará este año Ediciones Sol Negro, de Lima, Perú, y que incluye en su versión original este poema, ‘El Hudson’.
En mi contemplación, di en pensar que las aguas del mundo en realidad son una sola, ya que el Hudson, como el Ganges, el Amazonas, el Mapocho, el Río de la Plata, el Támesis, el Rhin, el Danubio y cualquier otro río, así como todos los océanos y mares, son agua que entra y sale de la tierra firme, conectadas todas sus partes por mezcla directa o por filtración; pensé que todas las partes eran simplemente porciones de las mismas aguas que ocupan los dos tercios del planeta. Era una sensación “oceánica”, tal como la definió Romain Rolland alguna vez; un contacto con lo sagrado –esa vapuleada palabra- y con lo ominoso, que siempre forma parte de lo sagrado. Es una impresión fuerte, sin duda, y la llevé conmigo durante semanas. Fue creciendo en mí y de a poco, como dije antes, el fantasma se fue volviendo palabras, luego series de palabras, versos desunidos que en sus propios tiempos y demoras fueron conformando el poema. Como si las aguas reales fueran encontrando sus caminos para reunirse a través de las palabras, para convertirse en esa sola unidad, que es el poema ‘El Hudson’.
Si tuviera que recomendar algunos libros, ¿cuáles recomendaría y por qué?
Desde luego, recomendaría aquellos libros y autores que más influyeron en mi escritura, porque fatalmente creería que del mismo modo que me ayudaron, podrían ayudar a otros a encontrar su propia voz. Por supuesto, no dejaría de recomendar a quienes me escucharan que buscaran sus propias afinidades, peso sí, yo recomendaría los que voy a nombrar ahora. A comienzos de este año, Peter Davis y Thomas Koontz, de la editorial Barnwood Press, de Seattle, Estados Unidos, publicaron el segundo tomo de Poet´s Bookshelf, un interesante volumen donde consultan a 100 poetas respecto de los libros que más influyeron en su formación. Tuvieron la gentileza de invitarme a participar junto a poetas como Robert Bly, David Shapiro, Alicia Ostriker, Dennis Schmitz y Reginald Shepherd, entre otros que aprecio y leo habitualmente y ello, además de ser un gran honor para mí, fue la ocasión de sistematizar un listado de esos libros y autores que me ayudaron desde sus obras a saber dónde buscar la mía, proceso en el que todavía sigo perseverando.
Homero, La Odisea: Ulises es un hombre moderno, que burla a los dioses y a los otros hombres. Es una imagen de lo que vendrá, escrita ocho siglos antes de nuestro tiempo.
Francisco Gómez de Quevedo, La hora de todos: una concepción muy lúcida de la situación de la humanidad en todo tiempo, hermana de Elogio de la Locura, de Erasmo de Rotterdam.
Federico García Lorca, Poeta en Nueva York: la sensibilidad en contacto descarnado con la alienación y la grandeza de las grandes urbes, que se han impuesto definitivamente a toda reminiscencia rural.
André Breton, Manifiesto del surrealismo: una escala de valores que barrió definitivamente con toda secuela del siglo XIX; hoy es parte del dogma oficial del arte y la literatura, pero hay que conocer eso en sus orígenes.
Dylan Thomas (en la foto), Poemas completos: la figura del poeta y el hombre que fue Dylan Thomas es uno de los hitos señeros en mi poesía y además en mi vida personal. Fue quizás el menos literario de los poetas ingleses, según gustaba definirse a sí mismo, y ello porque no separaba –hasta las últimas consecuencias, como lo demostró cabalmente- su existencia como autor y como persona de los efectos de la aberración obligatoria de todo lo humano -ya en su época, la primera mitad del siglo XX- producida por la mecánica de un mundo que creamos –como cultura global- para destruirnos voluntaria/involuntariamente. Esto es, no se alienaba en literato célebre, pese a que era una de las figuras más importantes de la poesía inglesa de su tiempo, en esa sola condición de productor de bienes simbólicos a la que nos quiere reducir nuestro tiempo (que sigue siendo el suyo, pese al cambio de siglo), sino que sostuvo la última consigna a la que puede renunciar un poeta, la de administrador de uno de los sentidos posibles de la realidad –para mí la mejor, pero soy parcial- aun más allá del límite de sus fuerzas. Fue un revolucionario no sólo en poesía, sino en su correlato más inmediato: la vida misma del sujeto poeta. No era el borracho que todos creyeron imitar como si consiguieran algo de su talento y un gramo de lo que estaba diciendo. Fue la coherencia del sujeto que, enfrentado al mundo de la modernidad, siguió la batalla que se originó muy lejos, cuando un modelo de hombre que se resistió a morir enfrentó al modelo de hombre que parecía triunfante una y otra vez, y siguió peleando y muriendo, ignoto o célebre, para decir “sí, todavía era posible, yo fui la prueba viviente de que, en mi tiempo, todavía era posible”.
Jorge Luis Borges, Obras completas: él me enseñó la precisión, la buscada exactitud de las palabras.
Walt Whitman, Hojas de hierba: la libertad de la palabra, el cenit del verso libre, algo que humildemente creo todavía no superado por poeta alguno.
Thomas Sterns Eliot, La tierra baldía y Cuatro cuartetos: la comprensión del espacio y el tiempo del siglo XX, donde se estrella la concepción cristiana del mundo, algo que sólo un gran poeta como Eliot podía poner en verso. Somos su posteridad, golpeada por ese estallido, que sigue resonando como el Bing bang.
Ezra Pound, Cantos pisanos: el sujeto en la concatenación de la historia de la cultura, que comprende que él mismo es una construcción cultural.
¿Qué autores lee actualmente?
Estoy releyendo mucho, porque la poesía es el género de relectura por excelencia, entre otros títulos los Collected Poems de Marianne Moore, una autora extraordinaria, aun no suficientemente reconocida fuera de su país. Como Ezra Pound, es una autora más grande que el movimiento al que adhirió inicialmente, el imaginismo.
¿Cómo caracterizaría el panorama literario del momento? ¿Cree que se están creando innovaciones en el lenguaje?
Sería mucho mejor que se produjeran innovaciones en los sentidos de interpretación de la realidad, pero eso es siempre pedirle demasiado al siglo; es por ello que celebramos toda innovación de las formas. No me parece que, como decía Marguerite Yourcenar, todo esté ya escrito y la literatura haya terminado con el final de la antigüedad clásica; pienso que puede ser renovada la imagen del mundo, pero que se trata de un proceso muy lento y que, mientras tanto, se dan transformaciones de las formas, entre ellas la del lenguaje, que inevitablemente acompaña la metamorfosis más gradual de las ideas, ya que el lenguaje es el elemento que estructura el pensamiento. Si los cambios e innovaciones del lenguaje no llegan más hondo todavía, no es porque éste se haya estancado, sino porque el cambio en las formas procede lentamente para la escala de las mutaciones más radicales. Las transformaciones del lenguaje literario actual preanuncian los cambios de sentido de la imagen del mundo de mañana. El panorama literario actual refleja como un espejo este proceso.
¿Tienes planes, alguna obra nueva?
Estoy trabajando desde hace un año, aproximadamente, en un poemario nuevo, llamado Las imaginaciones, y puedo darte aquí un anticipo, un inédito exclusivo para Herederos del caos:
Bucólicas / Teología
El barco que veo en el espejo
Sigue siendo poco gobernable
Aunque
Vacunamente todos entramos
En este otro corral del tiempo
A 1/2 viaje todavía
Entre la parición y el degüello
El ganado de dios va por sus varias vidas
Pastando por los sucesos y los días
Como si fueran ciertos
Y el gran cuchillo invisible
Siempre esperando
Adelante
Si salimos un momento del camino
Detrás de algo verde
Siempre sucede algo malo:
Es dios que silba
Nos hizo un solo dios
Aburrido y hambriento
La sociedad parece destinada a ir contra la vocación creativa, e inclinarse por oficios y profesiones tradicionales. ¿Qué contribuyó en usted para que su vocación no se extinguiera?
Creo que en un autor tiene mucha importancia en este aspecto la obcecación. Uno está convencido de que eso, la escritura, es parte inherente de su personalidad y que, en realidad, no le interesa hacer otra cosa. Entonces convierte a la escritura en su objetivo primario, supedita todo lo demás a ese objetivo. Trabajar dentro de la sociedad donde vive –algo ineludible para comer, alojarse, vestirse, comprar libros, viajar, etcétera- se transforma en un objetivo secundario, algo que tiene importancia sólo en relación a poder escribir. Se dejan muchas cosas de lado, cosas que constituyen la vida misma de la mayoría de las personas y nada tiene de malo que así sea, tanto para nosotros como para la mayoría de las personas, que esos sean los caminos elegidos. Uno no puede, llegado el momento, concebirse a sí mismo sin escribir y cuando se da cuenta de ello, generalmente es ya muy tarde para volver atrás. Entonces, algo queda muy definido. Y tener algo bien definido en este mundo, es una ventaja muy considerable, ¿no?
¿Cuál ha sido la misión de su vida?
Escribir. Lo demás, como queda dicho, ha sido siempre secundario; importantes sí, han sido algunas otras cosas, pero nada me hizo nunca tan feliz –pese a su intensidad- como escribir.
Yo escribo poesía para ser feliz.
¿Que ha significado para usted la publicación de Breve antología poética por parte de Ediciones Juglaría?
Un gran honor, porque tanto el editor, Reynaldo Uribe, como la antóloga, Elizabeth Auster, han confiado sus mejores esfuerzos a que se produjera la publicación de un libro que reseña mi obra poética, estimando que ella tiene algún valor, que algún aporte hace a la literatura de mi país, la Argentina, y a las letras castellanas en general, y sabiendo por mi parte que es una apuesta poco usual esta de encargarse de antologar la obra de un poeta todavía vivo, sin los lauros que da la inserción generalmente póstuma en una tradición. Y particularmente, también me he sentido un poco viejo, comprendí que ya no soy el poeta joven que en 1980 publicó su primer libro, Poemas de la tierra y la memoria, salido entonces de su bolsillo y de las facilidades que daba un imprentero al que le gustaba eso de ayudar a autores nuevos.
¿Qué consejos daría al lector de esta revista, hombres y mujeres con ganas de reflejar sus propias historias?
Que preste atención suma a cuanto le aconsejen otros autores, las obras de otros autores, y también sus lectores, pero que se atenga fundamentalmente a lo que él entiende, oscura o claramente, que es su poética, tanto en la etapa de formación como ya en la de maduración. Debe escribir como él lo hace, no como otros le dicen que debe hacerlo. Y también que no olvide que debe escribir como un poeta, no como un período: si no se siente posmoderno –por ejemplo- que no pruebe de disfrazarse porque todo saldrá muy mal. Tampoco debe intentar agradarle a nadie, mucho menos a los críticos y a los autores que, a priori, tratan de escribir para que sus obras se amolden a tal o cual teoría en boga. La teoría deja de estar de moda, se va, y no queda poema alguno detrás de ella. Lo que nuestro hipotético joven autor debe buscar es su propia voz, no los ecos de otras, por más aparentemente “conveniente” que ello le parezca. Y también, que busque influencias, que no las espere, que salga a encontrarse con ellas: si carece de síntesis, que lea a Borges; si su tono es de vuelo bajo, que acuda a Antonin Artaud o se enfrasque en Allen Tate, Ezra Pound, Dylan Thomas. La influencia buscada es uno de los grandes remedios para los problemas poéticos.
Entrevista realizada y cedida a Asamblea de palabras por Juan Carlos Vásquez, director de la revista literaria Herederos del caos
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