Fue el jueves. Jueves de finales de septiembre.
Empezaban a retirar las terrazas de la risa. Guardaban parasoles para otra estación
más propicia cuando es posible olvidar unos labios en otros labios,
como cuando uno se conforma con la fortuna de haber pertenecido a brazos ajenos
durante un segundo seguido de muchos meses.
Era jueves. Finales de septiembre y ya iban de retirada,
cargados con su botín, los jardineros del parque.
El parque tenía esa obscena soledad amarillenta del otoño cargado en oros.
Nada presagiaba nada, algo así como una insensible herida
que hace tiempo dejó de supurar.
Las palomas se mantenían en esa mansedumbre atolondrada de los primeros fríos
y los niños arrojaban miguitas de desolación y tristeza a los peces del estanque.
Era jueves de finales de septiembre.
Los amantes habían descendido hasta la sima de los deseos;
-sólo hay deseos cuando eres capaz de pronunciar un nombre-.
Yo no recordaba tu nombre. Recordaba subir la cuesta hasta tu casa,
recordaba tu calle: Aviador Collar número dos
de una ciudad harta de tramontana,
recordaba tu brazo en mi brazo despertando la esquina del aire.
Recordaba otro parque, otro jueves, otro septiembre oteando el invierno,
pero tu nombre seguía perdido, como huyendo de una reyerta contra la memoria.
No recordar un nombre es como dar por perdido un mar o un bosque,
es algo tan inútil como la gasa sobre el dedo sano,
porque los nombres no se olvidan,
únicamente se pierden porque recuerdan un dolor
y los dolores que se instalan en el olvido duelen más,
duelen mucho más lejos,
duelen como un silencio bronceado en el alma.
Era jueves, finales de septiembre.
Los niños abandonaron el parque arrastrados por la prisa de la cena
y entonces llegó tu nombre bordeando el estanque.
Llegó como si nada hubiera cambiado sino el tiempo,
como si salieras de una generación de cajones cerrados,
como si vinieras de la ultratumba de las palabras,
como si bajaras la cuesta de tu calle a encontrar los raíles vacíos de mi ausencia.
Tu nombre se instaló en mi cuerpo como una sanguijuela adherida a la espalda
y desde entonces estoy cartografiando sus laderas
para que no se deslice más sobre la arcilla de mi historia.
Javier González Vega en Donde la palabra. Revista de creación literaria (Guardo, Palencia, junio, 2003).
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Me ha encantado.
ResponderEliminarNo solo se pierden los nombres
tambien se olvidan los recuerdos esos que recuerdan el dolor
aunque no se olvida
los de la satisfacción.
Cristina Delgado.
Sí, la verdad es que este poema está muy bien.
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