1
En el lecho de la muerte
alzó sus párpados el minero.
Recorrió la estancia en penumbra
para cerciorarse
de que no estaba en el pozo.
Buscó caras amigas;
mas sólo halló tristeza negra.
En el lecho de la muerte
el minero puso el alma en su boca
y exclamó como lo hacía en la galería
-¡Por hoy, se acabó!
En el lecho de la muerte
la mina retumbó en sus sienes
y su alma se derrumbó un día más;
pero esta vez en los brazos de Dios.
2
En la mina no hay
días de pájaros ni grillos;
tan sólo silencios opacos.
La vida tiene en cada mina
demasiadas esquinas.
Los llantos nunca están ocultos,
ni encadenados, porque se dejaron
con los hijos en casa
antes del tajo.
Todo allí pesa demasiado;
pesa el pico, el aire, el carbón...
Hasta las palabras ajenas
que nunca escuchó.
Y hay un río de sangre oculta
por donde navegan los miedos.
En la mina no hay
días de pájaros ni grillos.
Y la noche cumple su misión
constantemente.
Jaime G. Reyero en Donde la palabra (nº 2, diciembre de 2001, Guardo, Palencia).
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