A través de la ventana mirabas el vacío
de un mundo en explosión:
piedras y escombros surtidor arriba
que el viento desviaba.
Y toda sensación, excepto soledad,
desertaba tu mente
por falta de algo inmóvil en que poner los ojos.
De nuevo eras un niño
ante el cual por vez primera suceden cosas graves.
Entonces, tontamente, la paloma de estuco amarillento
fija sobre el tejado de la casa
picó ante tu ventana en espiral
despidiendo al pasar como un zureo.
Cuando sonreíste
todo en la habitación eran astillas
y sólo tú permanecías entero,
estupefacto igual que si mirases
tu figura en la luna del espejo roto,
en donde plateada se guardaba siempre.
Así te veo ahora,
el asombro agrandando tu mirada
en cuyos negros iris todavía espejean
sonrientes imágenes
de un hombre perdido en las colinas, junto a Málaga,
que descendió del coche
y estuvo una semana siguiendo una perdiz,
o de aquel general que murió del disgusto
de no haber conseguido un toro de ojos verdes.
Entre la violencia de los noticiarios,
las irreales fotos de rostros torturados,
las entrañas llorosas y los ojos de vómito,
en cada rincón de la península, mi pensamiento lee
el pequeño temor de que estés muerto.
O quizá somos nosotros los muertos e irreales,
nosotros en un mundo que gira deshaciéndose
mientras depositamos el inmutable muerto,
y se abren hacia arriba sus ojos florecientes
a través de la huesa
lo mismo que a través de una ventana,
para ver las estrellas cada vez más claras
en el cielo de lámina de vidrio,
más allá de esta historia de piedra destruida.
Tu corazón asoma por el cuerpo roto
como el eje en el centro de la rueda girando,
con ojos de sangre,
corazón intacto,
miras a través de mis huesos que giran,
al borde trasparente del mundo deshaciéndose,
en donde mi costado se desgarra
como un resorte contraído para dejar que tú entres
a reemplazar mi corazón más viviente y más frío.
Oh, deja que el tiempo violento
abra ojos en mi carne
igual que el firmamento es horadado
por estrellas que miran el mapa del dolor,
porque sólo cuando el terrible río de la pena y la ira
se haya vertido todo a través de mi cerebro
podré yo levantar de mi lamento
otro mundo de dicha,
otra constelación,
con tu voz aún risueña en el fondo de su noche,
como enterradas en la noche arden
las estrellas con brillante luz.
Stephen Spender, incluido en Antología de poetas ingleses modernos (Editorial Gredos, Madrid, 1963, trad. de Jaime Gil de Biedma).
Poemas de Manuel Altolaguirre en el blog

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