y los recuerdos de otros corazones.
La certidumbre del beso y la abeja
cuando confrontan sus diferencias.
La misma voz antigua cuando cayó desplomada la ciudad.
No basta el corazón si sobran los ojos en el instante.
Poco o mucho, consumimos el eco del silencio.
Faltaban entonces lágrimas a la India vieja
repetida en los cascos de siempre,
en la mortandad de la tarde de siempre
mientras el estreno de Moloch
pensaba que era digno de ser llorado junto a ti.
Nadie supo verte el rostro amortajado y escondido de los hombres.
La luz del hechicero quemaba su nombre en el secreto.
Todo temía la luz de Enero y la sombra que se encuentra en primavera.
Llegó una vez más el canto más alto que la espuma.
La noche que nos vio arder quedó consumida entre tus canas.
La montaña más abrupta de la Isla entre los besos
pedía sepultura, entre los besos se alzaba menos alta.
El abrazo del Golfo entre tus brazos menos que la sangre derramada.
No sé a quien ofrecerle tus bellos cantos de siempre
ni la voz de tu ciudad,
ni la mano que te llevó al encuentro, corazón mío.
Nadie podrá discutirle al sol la huella que le falta.
La noche es un poco la caída del cieno.
La noche que me entrega tu cuerpo en el mío
y deja sin vuelo a las palomas que se espantan.
El mar se extiende en el sacrificio.
La medida del encuentro no volverá en el horizonte.
No volverá más, —será un viaje misterioso
despierto en el sol vivo—...
Ana Rosa Núñez, incluido en Cinco poetisas cubanas (1935-1969) (Ediciones Universal, Miami, 1970, ed. de Ángel Aparicio Laurencio).
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