y hay un rastro de alas perdido entre las nubes:
es la huella de Dios que ilumina a los ciegos.
¿Palomas, gaviotas, albatros de otros climas?
porque eso somos todos, vagabundos sin raza,
gitanos sin fronteras,
círculos mal trazados que no se cierran nunca.
Y una fecha que vuelve, agrietada de gritos,
enferma de estancar yo no sé qué rencores...
¿Quién habló de destierro, de exilio, de raíces
que se quiebran y olvidan su frágil contextura?
Cuando el mundo se abre para ti, para todos
la siembra es prodigiosa
y un brotar de capullos enardece la nieve.
No hay países ni mares con nombres inventados,
con límites ficticios que las leyes defienden.
Hay algo inmenso, puro que unge si se toca.
Eso nuestro tan grande que no cabe en los brazos.
El pájaro se ríe de nuestra complacencia
frente al menor zumbido de élitros sonoros
porque no es eso, no, lo que allá nos espera,
¡minúsculas redondas de eternidad inmutable!
No importa lo que dice la plaza estremecida
-sudor contra sudor- en su red de clamores
importan estos años en que estuvimos todos
acogidos al árbol de nuestras noches tristes.
Y esa es la verdad, la que cuaja en verdades
que ya no se marchitan, en recuerdos sonoros,
en frutos de un color estridente, inaudito,
que no se borra nunca porque el matiz persiste.
Desde aquella terraza un vuelo repentino
que la pólvora nubla.
¿Lo que nunca se vio puede ser para siempre?
Ernestina de Champourcin en Huyeron todas las islas (1988) (Centro Cultural de la Generación del 27, Málaga 1997).
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