Hacia las tres barrió el terral con dureza,
hizo rodar las sillas que dejé sin amarres
en la terraza, y tuve temor de que alcanzara
su ruido a despertarte de la siesta en el cuarto
que mi memoria había dispuesto a tu recuerdo.
Miré la mar que afuera del balcón se agitaba,
y su humedad y yo oramos brevemente.
María Victoria Atencia en De la llama que arde (Visor Libros, Madrid, 1988).
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