A Marta Rubio
Madeleine divorciada, pasea a su hija en el jardín del Luxemburgo. Madeleine, rubia en su tristeza,
blanca en la soledad del parque, tierna frente a los ojos chicos de su hija, temblorosa, nueva frente a las flores y las nubes, estatua del tiempo, página dorada en los cuadernos,
Madeleine, sin darse cuenta ha enamorado a un español de 23 años: madrileño, redondo, misterioso y etéreo, hablador de la luna y los mercados, ladrón de frases a su pipa dorada, patético Secretario de la Junta de Pensiones, niño único en la literatura, museo de cera de todas las bibliotecas, torreón bullicioso de la calle Velázquez, mago de las palabras teñidas por el don de los gatos, enemigo de los días bisiestos, máquina de inventar sombreros y jardines... Ramón al final de la calle, Ramón prisionero en las líneas de sus libros, nunca vestido del todo, Ramón,
y se besan en el parque como sólo en París se besan los solitarios y los viajeros, y hablan con las manos atadas, y la niña pasea entre los dos, y están solos en todo París, y lloran al despedirse,
desde Madrid le escribe flores y le manda manzanas.
Pablo Méndez en Ana Frank no puede ver la luna (Ediciones Rilke, Madrid, 2010).
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