No cómo es, sino cómo funciona el primer sol.
Trabajan en él millones de hombres. Da igual cuantas bocas tengan. Los capataces se encargan de que nunca les falte de nada. Depositan infiernos en el hueco de sus manos.
Los trabajadores martillo, los trabajadores rana, los afilados vagos, no importa su especie, pasan el día sentados, obligados a pensar, hasta las rodillas les duelen. Cuando hacen preguntas, les contestan con hermosas, aburridas flores, flores de barro que ni siquiera pueden masticar. En almohadones de plumas o sobre incómodos mecanismos eléctricos desarrollan su tarea, en el interior de un astro que fue comido por un gusano.
Se llevó las semillas en su barriga galáctica.
Ahí lo ha dejado a este sol, sin remordimiento alguno, flotando como una fruta hueca, empalideciendo sus paredes a cada momento.
Empeñadas en palidecer, llevan siglos haciéndolo. Se mira y remira la bóveda durante largas jornadas. Se cree que algún día cesará el proceso, pero siempre sobreviene una tonalidad más, una última degradación antes del añorado blanco cegador.
Iker Biguri en Agujeros y jardines (Editorial Luces de gálibo, Málaga, 2009).
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