No todos saben cantar,
no todos logran ser manzana
que cae a los pies ajenos.
He aquí la más sublime confesión
con que se confiesa un golfo.
Ando despeinado adrede,
la cabeza como un candil de petróleo.
Me gusta alumbrar en las tinieblas
el otoño desnudo de vuestras almas.
Me gusta cuando las piedras de la injuria
me golpean como el granizo en la tormenta.
Entonces me limito a sujetar con las manos
la vejiga vacilante de mi pelo.
Me agrada mucho recordar
el estanque cegado y el chirriar ronco del aliso
y que en algún sitio viven mis padres,
a quienes tienen sin cuidado mis versos,
me quieren como al campo y a la carne,
como a la lluvia que esponja los sembrados.
Por cada grito que me arrojáis
serían capaces de clavaros un rastrillo.
Pobres, pobres campesinos.
Quizá os habéis vuelto feos,
seguís temiendo a Dios y a lo hondo del pantano.
Ay, si comprendierais
que en Rusia vuestro hijo
es el mejor poeta.
¿No teníais el alma en un hilo
cuando andaba descalzo por los charcos de otoño?
Pues ahora llevo cilindro
y zapatos de charol.
Quiero a mi patria,
quiero mucho a mi patria.
Aun con su moho saucino de la pena.
Me agrada el morro sucio de los cerdos
y el tañir de los sapos en la noche.
Enfermo delicado de recuerdos de infancia,
añoro la niebla y la humedad de la tarde de abril.
Acurrucado, para calentarse,
el arce se sentó a la hoguera del ocaso.
He trepado por sus ramas y muchos huevos
he robado de los nidos de corneja.
¿Será el mismo, con su copa verde?
¿Será tan recia como antes su corteza?
¿Y tú, querido,
fiel perro pinto?
De viejo te has vuelto chillón y cegato.
Deambulas por el patio arrastrando el rabo caído,
y tu olfato no distingue la calle de la cuadra.
¡Cómo añoro nuestras barrabasadas,
cuando robábamos a mi padre un mendrugo
y lo comíamos turnando los bocados
sin sentir asco uno del otro.
Yo soy el mismo.
Mi corazón es el mismo.
Como acianos en el centeno, florecen los ojos en la cara.
Tendiendo las esteras doradas de mis versos
me dan ganas de deciros frases tiernas.
Buenas noches.
A todos, buenas noches.
La guadaña del ocaso pasó ya por la hierba crepuscular...
Hoy tengo unas ganas enormes
de mear a la luna desde la ventana.
¡Luz azul, es tan azul la luz!
En esta azuledad no da pena morir.
¡Y qué, si os parezco un cínico
con un farol colgado del trasero!
Viejo, bonachón, reventado Pegaso,
¿acaso necesito yo tu suave trotar?
He venido como maestro severo
a cantar y glorificar a las ratas.
Mi testa, como un agosto,
derrama el vino del pelo torrencial.
Quiero ser velamen amarillo
al país, a donde navegamos.
(1920)
Serguei Yesenin, incluido en El último poeta del campo (Visor Libros, Madrid, 1974, trad. de José Fernández Sánchez).
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Brillante poema!! Gracias por ofrecernos esta maravilla. Un abrazo.
ResponderEliminarSorprende la combinación de "chulería" adolescente y ternura del tono de este poema.
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