Cuando mis breves días acabados,
salga el alma del cuerpo que mantuvo,
y los calcáreos huesos separados
del hálito vital que los sostuvo
bajen al seno de la tierra fría
para dormir el sueño de la muerte
hasta que el alba del postrero día
la trompeta del ángel me despierte.
Quiero una tumba humilde y escondida
en región ignorada y silenciosa,
sin recuerdos del mundo y de la vida,
sin nombre ni inscripción sobre la losa.
Quiérola junto a un bosque colocada
y al lindel solitario de un camino
donde canten las aves la alborada
y al pasar me bendiga el peregrino.
Y a otro lado se extienda con la alfombra
de sus menudos céspedes brillantes
ancho valle al que presten fresca sombra
las copas de los álamos gigantes.
Y con paso tranquilo y perezoso,
retratando en su linfa el bosque umbrío,
sereno, transparente y armonioso,
corra a mis plantas murmurante río
que al ir a visitar tierras ignotas
en la encantada soledad campestre,
arrulle mi pereza con sus notas
de no estudiada música silvestre.
Y en sus ondas de plata rumorosas
se miren las pintadas florecillas,
que se alcen en sus márgenes hermosas
rojas, blancas, moradas y amarillas.
Crezcan allí los lirios perfumados,
la humilde y odorante violeta,
los gentiles narcisos columpiados
al leve soplo de la brisa inquieta;
el pensamiento de hojas afelpadas,
la azucena cuajada de rocío,
el vulgo de amapolas encarnadas
y los blancos nenúfares del río;
y la fragante y encendida rosa,
y los nevados toldos de jazmines
donde suspire el aura bulliciosa
y salten los alegres colorines...
Y cuando el cano invierno con sus lutos
al mundo asome la marchita frente
y el campo no dé ya flores ni frutos
ni tenga luz ni aromas el ambiente,
cuando el bosque de nieve se corone
y con sus hojas se tapice el suelo
y del río las aguas aprisione
maciza cárcel de apretado hielo,
en vez de sus cristales transparentes
me dará gigantescas armonías
la poderosa voz de los torrentes
que arrastren a la mar sus ondas frías.
Y en lugar de los céfiros ligeros
que suspiran de amor en los mimbrales,
arrullarán mis sueños más severos
con su ronco silbar los vendavales.
Cuando mudos los pájaros canoros
se oculten de las peñas en los huecos
a cambio de sus cánticos sonoros
hará pujantes resonar los ecos.
Con su salvaje y áspero graznido
la reina de las aves soberana,
que en altísima roca a mí cercana
junto al disco del sol tenga su nido.
Y que cobije mi sepulcro quiero
una luz pobremente trabajada
que pida una oración al viajero
deteniéndole un punto en su jornada.
Y él, levantando la mirada al cielo,
eleve una plegaria fervorosa
por quien descansa en el florido suelo
sin nombre ni inscripción sobre la losa.
Carolina Valencia, incluido en Antología de poetas españolas. De la generación del 27 al siglo XV (Alba Editorial, Barcelona, 2018).
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