«El viento del invierno sopla fuerte y salvaje.
Ven junto a mí, hija querida.
Deja a un lado tus libros y tus juegos solitarios,
y, mientras la noche se va volviendo gris,
pasemos hablando esas horas pensativas.
Iernë, en torno a nuestro hogar
las ráfagas de noviembre llaman sin ser atendidas;
ni un débil aliento puede entrar aquí
a remover el cabello de mi hija,
y yo soy feliz contemplando el resplandor
que desprenden sus ojos remedando relámpagos;
sintiendo su mejilla apretarse suavemente,
feliz y silenciosa, contra mi pecho.
Pero, aun así, esta tranquilidad
me trae amargos e inquietos pensamientos;
y, en el jovial resplandor del rojo fuego,
pienso en valles profundos, bloqueados por la nieve;
sueño con el páramo y la neblinosa colina
donde cae la tarde oscura y fría;
pues, solitarios, entre el frío de las montañas,
yacen aquellos a los que quise en el pasado.
Y me duele el corazón, con un dolor sin esperanza,
agotado de afligirse en vano,
¡pues nunca más volveré a saludarlos!»
«Padre, en mi temprana infancia,
cuando estabas lejos al otro lado del mar,
¡qué pensamientos me dominaban!
Solía sentarme, durante horas,
en largas noches de tiempo tormentoso,
apoyada en mi almohada, para divisar
la tenue luna abriéndose paso en el cielo;
o, con el oído atento, para captar el choque
de roca con ola y de ola con roca;
así, temerosa, me mantenía en vela,
y, entregada a la escucha, nunca dormía.
Mas si en la vida de este mundo hay mucho que temer,
no es así, padre mío, con los muertos.
¡Oh! Por ellos no tenemos que perder la esperanza,
la tumba es terrible, pero no están allí ellos;
su polvo se mezcla con el mantillo y el césped,
¡sus almas felices se han ido junto a Dios!
Tú me lo dijiste, y aun así suspiras
y lamentas que tus amigos tengan que morir.
¡Ah, padre querido, dime por qué!
Porque, si tus palabras de entonces eran verdad,
qué inútil sufrimiento es este;
tan juicioso como llorar la semilla que creció
inadvertida por el árbol que la engendró,
porque cayó en tierra fértil
y brotó de ella un magnífico vástago:
hundió profunda su raíz, y alzó hacia lo alto
sus verdes ramas en el cielo ventoso.
No temeré, por tanto, ni lloraré tampoco
por aquellos cuyos cuerpos descansan en el sueño:
yo sé que hay una orilla dichosa
con sus puertos abiertos para mí y los míos;
y, mirando por encima de las vastas aguas del Tiempo,
me fatiga esperar ese país divino
donde nacimos, donde tú y yo
nos reuniremos con los más queridos, al morir;
libres de sufrimiento y corrupción,
restituidos al seno de la Divinidad.»
«Qué bien has hablado, dulce y confiada criatura,
y cuánto más sabiamente que tu padre;
y las tempestades del mundo, rugiendo embravecidas,
reforzarán tu deseo:
tu ardiente esperanza, a través de la tormenta y la espuma,
a través del bramido del océano y el viento,
de alcanzar, por fin, el hogar eterno,
la orilla firme e inmutable.»
Emily Brontë, incluido en Antología de poetas inglesas del siglo XIX (Alba Editorial, Barcelona, 2021, trad. de Xandru Fernández y Gonzalo Torné).
Otros poemas de Emily Brontë
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tomo la palabra: