entre una fila de árboles más oscuros y rectos,
me gusta creer que un niño los ha estado meciendo.
Mas no quedan doblados por el solo mecerlos.
Los doblan las heladas. Debéis haberlos visto
con su carga de hielo en mañanas de invierno,
tras de la lluvia. Truenan entrechocando entre ellos
al alzarse la brisa; se hacen multicolores
cuando destroza y rompe su esmalte el movimiento.
Pronto al calor del sol derraman sus cristales
desparramando su avalancha sobre la nieve.
Tanto montón de vidrios rotos hay que barrer
que es como si cayera la cúpula del cielo;
el peso los doblega, hasta el piso de helechos,
y no se quiebran; aunque una vez doblados tanto,
por tanto tiempo, después ya nunca se enderezan.
Podréis mirar sus troncos arqueados en el bosque,
años más tarde, arrastrando en el suelo sus hojas
como niñas a gatas que esparcen sus cabellos
delante de ellas para secarlos en el sol.
Yo iba a decir, cuando la Verdad me interrumpió
con todo su realismo acerca de la helada,
que prefería que algún muchacho los doblara
cuando saliera al campo para traer las vacas.
Muchacho tan del campo que no sepa base-ball,
y cuyos juegos fueran los que él mismo encontrara,
y en invierno y verano pudiera jugar solo.
Venció a los abedules de su padre uno a uno,
montándose sobre ellos una vez y otra vez,
hasta no haber quitado a todos la tiesura,
y ni uno solo quedara erecto, ni uno solo
quedara sin domar. Y aprendió cuanto tenía
que aprender para no dejarse ir tan de pronto
que se llevara el árbol arrancado hasta el suelo.
Siempre supo tenerse en perfecto equilibrio
hasta en las ramas cumbres, subiendo cuidadoso,
con el mismo cuidado con que llenáis la copa
hasta el borde y a veces más arriba del borde.
Entonces se lanzaba, de pie, con un envión,
pataleando en los aires hasta llegar al suelo.
Eso fui yo también, mecedor de abedules;
y así otra vez ahora sueño en volver a serlo.
Esto, cuando me aburro de consideraciones
y la vida parece como un bosque impasable,
donde en la cara os arden y pican telarañas
que vais rompiendo y os llora un ojo lastimado
porque se le ha metido la punta de una rama.
Quisiera yo escaparme un rato de la tierra
y después regresar para empezar de nuevo.
No le ocurra a los hados mal entender mi dicho
y concediendo a medias lo que pido, llevarme
a no volver. La tierra es el lugar del amor:
yo no conozco ningún lugar mejor donde ir.
Yo me quisiera ir trepando a un abedul
y trepar ramas negras sobre tronco nevado
hasta el cielo, hasta que el árbol no aguantara más,
y doblando su copa me devolviera al suelo.
Buena cosa sería tanto ir como volver.
Existen cosas peores que mecer abedules.
Robert Frost, incluido en Antología de la poesía norteamericana (Fundación editorial El perro y la rana, Venezuela, 2007, selec. de Ernesto Cardenal, trad. de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal).
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¡Impresionante visión infantil del poeta Robert Frost!
ResponderEliminarSi, es un magnífico poeta.
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