Hay algo que le tiene antipatía al cerco,
le levanta a sus pies la tierra congelada,
y le esparce las piedras de arriba bajo el sol;
y le abre grandes huecos en los que alcanzan dos.
El daño de los cazadores es otra cosa:
yo me he ido tras ellos reconstruyendo el cerco
en los sitios donde no dejaron piedra sobre piedra,
hasta sacar el conejo, para dar gusto
a sus perros gritones. Hablo de los huecos
que nadie ha visto hacer ni oyó que los hacían,
pero en la primavera aparecieron hechos.
Se lo dije a mi vecino detrás de la loma;
y un día nos juntamos para recorrer el cerco
y reconstruir otra vez el muro divisorio.
Vamos caminando, cada uno en su terreno
recogiendo las piedras que han caído en su lado.
Y unas son aplanadas y otras tan redondas
que solo se sostienen por un arte de magia:
“¡Cuidado se nos mueven, que las estamos viendo!”
Las manos se nos raspan de tanto coger piedras.
Oh, es como una especie de juego al aire libre,
con uno en cada bando. Y casi sólo es eso.
Porque allí donde está no hacía falta el cerco:
él tiene puros pinos, y yo sólo manzanas.
Mis manzanos, le digo, no se van a cruzar
a comer los piñones de sus pinos. Él sólo
contesta: “Buenos cercos hacen buenos vecinos.”
Creo que la primavera me tiene un poco loco
y trato de meterle una idea en la mollera:
¿Por qué es que buenos cercos hacen buenos vecinos?
¿No es eso donde hay vacas? Pero aquí no hay vacas.
Yo antes de hacer un cerco me pregunto primero
qué es lo que estoy cercando, o contra qué lo cerco,
y si hay una persona que yo pueda dañar.
Hay algo que le tiene antipatía al cerco,
y lo está destruyendo. Yo le diría: “Duendes”,
pero no son los duendes propiamente, y prefiero
que sea él quien lo diga. Lo estoy viendo traer
una piedra en cada mano, agarradas por arriba,
como un salvaje armado de la edad de piedra.
Y me está pareciendo que avanza entre las sombras,
no sólo las del bosque, las sombras de los árboles.
Él seguirá aferrado al dicho de su padre,
y con el aire de uno que lo ha pensado mucho
repite: “Buenos cercos hacen buenos vecinos.”
Robert Frost, incluido en Antología de la poesía norteamericana (Fundación editorial El perro y la rana, Venezuela, 2007, selec. de Ernesto Cardenal, trad. de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal).
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