Muy joven abrí mis brazos a la pureza. Sólo fue un palpitar de alas en el ciclo de mi eternidad, un palpitar de corazón enamorado que late en los pechos conquistados. Ya no podía caer.
Amante del amor. En verdad, la luz me ciega. Conservo la suficiente para mirar la noche, toda la noche, todas las noches.
Todas las vírgenes son distintas. Siempre sueño con una virgen.
En la escuela se sienta en un banco delante de mí, con delantal negro. Cuando se vuelve para preguntarme por la solución de un problema, la inocencia de sus ojos me confunde de tal modo que apiadada de mi turbación, me rodea con sus brazos el cuello.
Fuera de allí me abandona. Sube a un barco. Nos sentimos casi extraños uno a otro, pero es tanta su juventud que su beso no me sorprende.
O bien, cuando está enferma, guardo su mano entre las mías hasta que llega la muerte, hasta que me despierto.
Si acudo tanto más rápido a sus citas es porque temo no tener tiempo de llegar antes de que otros pensamientos me arrebaten a mí mismo.
Cierta vez que el mundo estaba por acabar, lo ignorábamos todo de nuestro amor. Ella buscó mis labios con movimientos lentos y acariciadores de la cabeza. Esa noche llegué a creer que la haría retornar al día.
Y siempre es la misma confesión, la misma juventud, los mismos ojos puros, el mismo ademán ingenuo de sus brazos alrededor de mi cuello, la misma caricia, la misma revelación.
Pero nunca es la misma mujer.
Las cartas dijeron que la encontraría en la vida aunque sin reconocerla.
Amante del amor.
Paul Éluard en Mourir de ne pas mourir (1924), incluido en Antología de la poesía surrealista de lengua francesa (Fabril Editora, Buenos Aires, 1961, selec. y trad. de Aldo Pellegrini).
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