Volvemos los ojos a Dios
porque estamos cansados,
porque somos carne cansada,
porque sentimos la vida
como una enorme rueda de molino en los hombros.
Volvemos los ojos a Dios
porque nada esperamos;
ya que el padre y la madre se fueron,
ya los hermanos son cuervos de nuestro pan,
ya los amigos tienen los ojos secos a nuestro llanto,
ya el amor sabe a ceniza en nuestros labios
y pone hielo en el corazón.
Entonces
volvemos a Dios los ojos
y gemimos y nos humillamos
como si nunca hubiésemos levantado la frente orgullosa y enlodada.
Volvemos los ojos a Dios
reclamando ardientemente,
quejándonos de abandono y desesperanza,
exigiendo la fe que desdeñamos.
Como desventurados huesos sin paz de tierra,
como desesperados suspiros sin aire que los recoja
ahogando los minutos y las horas en llanto,
marchando irremediablemente hacia el fin
con terror y lástima.
¡Oh, Dios, oh, Dios!
Yo no supe reconocerte en los floridos prados,
en la dulce ladera de mi juventud,
cuando zumbaban las abejas doradas del sueño,
llenando los labios con la miel de la esperanza;
cuando crecía la vida bajo la mirada del padre y de la madre
y los hermanos compartían nuestras risas;
cuando la amistad trenzaba las manos confiadas y
felices
y el amor se presentía como un olor a lluvia lejana.
¡Oh Dios! ¿Pero es que acaso
tuvo mi vida una ladera tierna y apacible?
¿Es que supe lo que era sonreír sin lágrimas
caminar sin rencores, sin lóbrega amargura?
¡Oh! Mi destino de árbol azotado por el viento,
entristecido por el aullar de las pasiones,
sin una mano fuerte, sin una mano tierna,
sin una verdad limpia y pura como el aire de las cumbres.
Tú sabes, mi Señor, que sed de ti han gemido mis labios,
y cómo quise llenar el vaso de mi dolor en la renovada fuente de tu misericordia,
y me arrancaron mi vaso y maltrataron mis manos
para que no bebiera en ellas ni siquiera lágrimas.
Y después, Señor, me desnudaste de mi último bien
y me diste soledad,
esa tremenda soledad de las almas inquietas,
no la dulce soledad del que se hunde en el abandonado sueño,
porque tuvo un beso fiel en los párpados cerrados,
porque tuvo un eco amante en su llamada solitaria.
¡Oh Señor! Mi miseria te clama
y tú, que levantaste sobre mí tus designios,
acaso precisamente ahora
me señales un dulce destino de abandono
y tenga mi soledad una mano que la guíe,
y mi llanto unos labios que lo recojan,
y mi fe tu presencia, Señor, tu infinita Presencia.
Porque yo no he venido a Ti cansada y agobiada,
porque me he echado a tus pies
al primer gesto de una mano comprensiva
y he visto tu sombra, Señor, refrescando
todos los estíos de la tierra.
Josefina Romo Arregui, incluido en Antología de poetas españolas. De la generación del 27 al siglo XV (Alba Editorial, Barcelona, 2018).
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