Ya, en efeto, pasaron las fortunas
de tanto mar de amor, y vi mi estado
tan libre de sus iras importunas,
cuando amorosa amaneció a mi lado
la honesta cara de mi dulce esposa,
sin tener de la puerta algún cuidado,
cuando Carlillos, de azucena y rosa
vestido el rostro, el ama me traía,
contando por donaire alguna cosa.
Con este sol y aurora me vestía,
retozaba el muchacho, como en prado
cordero tierno al prólogo del día.
Cualquiera desatino mal formado
de aquella media lengua era sentencia,
y el niño a besos de los dos traslado.
Dábale gracias a la eterna ciencia,
alteza de riquezas soberanas,
determinado mal a breve ausencia;
y contento de ver tales mañanas,
después de tantas noches tan escuras,
lloré tal vez mis esperanzas vanas;
y teniendo las horas más seguras,
no de la vida, mas de haber llegado
a estado de lograr tales venturas,
íbame desde allí con el cuidado
de alguna línea más, donde escribía,
después de haber los libros consultado.
Llamábanme a comer; tal vez decía
que me dejasen, con algún despecho:
así el estudio vence, así porfía.
Pero de flores y de perlas hecho,
entraba Carlos a llamarme, y daba
luz a mis ojos, brazos a mi pecho.
Tal vez que de la mano me llevaba,
me tiraba del alma, y a la mesa,
al lado de su madre, me sentaba.
Allí, doctor, donde el cuidado cesa,
y el ginovés discreto cerrar manda,
que aun una carta recebir le pesa,
sin ver en pie por una y otra banda
tanto criado, sin la varia gente
que aquí y allí con los servicios anda;
sin ver el maestresala diligente,
y el altar de la gula, cuyas gradas
viste el cristal y la dorada fuente;
sin tantas ceremonias tan cansadas
(si bien confieso el lustre a la grandeza,
y el ser las diferencias respetadas),
nos daba honesta y liberal pobreza
el sustento bastante; que con poco
se suele contentar naturaleza.
Pero en aqueste bien (¡ay Dios, cuán loco
debe de ser quien tiene confıanza,
por quien a justo llanto me provoco,
en bienes tan sujetos a mudanza!)
me quitó de las manos muerte fiera
el descanso, el remedio y la esperanza.
Yo vi para no verla (¡quién pudiera
volverla a ver!) mi dulce compañía,
que imaginaba yo que eterna fuera.
Félix Lope de Vega, incluido en Poesía de los Siglos de Oro (Epublibre, Internet, 2002, ed. de Felipe Pedraza y Milagros Rodríguez Cáseres).
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