martes, 1 de septiembre de 2020

Poema del día: "Canciones entre el alma y el esposo", de Juan de la Cruz (España, 1542-1591)

Esposa
     ¿Adónde te escondiste,
     Amado, y me dejaste con gemido?
     Como el ciervo huiste,
     habiéndome herido;
     salí tras ti clamando, y eras ido.
     Pastores, los que fuerdes
     allá por las majadas al otero,
     si por ventura vierdes
     aquel que yo más quiero,
     decidle que adolezco, peno y muero.
     Buscando mis amores,
     iré por esos montes y riberas;
     ni cogeré las flores,
     ni temeré las fieras,
     y pasaré los fuertes y fronteras.

(Pregunta a las criaturas).
     ¡Oh bosques y espesuras
     plantadas por la mano del Amado!
     ¡Oh prado de verduras,
     de flores esmaltado!
     ¡Decid si por vosotros ha pasado!

(Respuesta de las criaturas).
     Mil gracias derramando
     pasó por estos sotos con presura,
     e, yéndolos mirando,
     con sola su figura
     vestidos los dejó de hermosura.

Esposa
     ¡Ay! ¿Quién podrá sanarme?
     Acaba de entregarte ya de vero.
     No quieras enviarme
     de hoy más ya mensajero;
     que no saben decirme lo que quiero.
     Y todos cuantos vagan
     de ti me van mil gracias refiriendo,
     y todos más me llagan,
     y déjame muriendo
     un no sé qué que quedan balbuciendo.
     Mas ¿cómo perseveras,
     ¡oh vida!, no viviendo donde vives,
     y haciendo por que mueras
     las flechas que recibes
     de lo que del Amado en ti concibes?
     ¿Por qué, pues has llagado
     aqueste corazón, no le sanaste?
     Y, pues me le has robado,
     ¿por qué así le dejaste,
     y no tomas el robo que robaste?
     Apaga mis enojos,
     pues que ninguno basta a deshacellos,
     y véante mis ojos,
     pues eres lumbre de ellos
     y solo para ti quiero tenellos.
     ¡Oh cristalina fuente,
     si en esos tus semblantes plateados
     formases de repente
     los ojos deseados
     que tengo en mis entrañas dibujados!
     ¡Apártalos, Amado,
     que voy de vuelo!

Esposo
     Vuélvete, paloma,
     que el ciervo vulnerado
     por el otero asoma
     al aire de tu vuelo, y fresco toma.

Esposa
     Mi Amado, las montañas,
     los valles solitarios nemorosos,
     las ínsulas extrañas,
     los ríos sonorosos,
     el silbo de los aires amorosos,
     la noche sosegada
     en par de los levantes de la aurora,
     la música callada,
     la soledad sonora,
     la cena que recrea y enamora.
     Nuestro lecho florido,
     de cuevas de leones enlazado,
     en púrpura tendido,
     de paz edificado,
     de mil escudos de oro coronado.
     A zaga de tu huella
     las jóvenes discurren al camino
     al toque de centella,
     al adobado vino,
     emisiones de bálsamo divino.
     En la interior bodega,
     de mi Amado bebí, y cuando salía
     por toda aquesta vega,
     ya cosa no sabía;
     y el ganado perdí que antes seguía.
     Allí me dio su pecho,
     allí me enseñó ciencia muy sabrosa;
     y yo le di de hecho
     a mí, sin dejar cosa;
     allí le prometí de ser su esposa.
     Mi alma se ha empleado,
     y todo mi caudal en su servicio.
     Ya no guardo ganado,
     ni ya tengo otro oficio,
     que ya solo en amar es mi ejercicio.
     Pues ya si en el ejido
     de hoy más no fuere vista ni hallada,
     diréis que me he perdido;
     que, andando enamorada,
     me hice perdidiza, y fui ganada.
     De flores y esmeraldas,
     en las frescas mañanas escogidas,
     haremos las guirnaldas
     en tu amor florecidas,
     y en un cabello mío entretejidas.
     En solo aquel cabello
     que en mi cuello volar consideraste,
     mirástele en mi cuello,
     y en él preso quedaste,
     y en uno de mis ojos te llagaste.
     Cuando tú me mirabas,
     tu gracia en mí tus ojos imprimían;
     por eso me adamabas,
     y en eso merecían
     los míos adorar lo que en ti vían.
     No quieras despreciarme,
     que, si color moreno en mí hallaste,
     ya bien puedes mirarme
     después que me miraste,
     que gracia y hermosura en mí dejaste.
     Cogednos las raposas,
     que está ya florecida nuestra viña,
     en tanto que de rosas
     hacemos una piña,
     y no parezca nadie en la montiña.
     Detente, cierzo muerto;
     ven, austro que recuerdas, los amores,
     aspira por mi huerto
     y corran sus olores,
     y pacerá el Amado entre las flores.

Esposo
     Entrado se ha la esposa
     en el ameno huerto deseado,
     y a su sabor reposa,
     el cuello reclinado
     sobre los dulces brazos del Amado.
     Debajo del manzano,
     allí conmigo fuiste desposada,
     allí te di la mano,
     y fuiste reparada
     donde tu madre fuera violada.
     A las aves ligeras,
     leones, ciervos, gamos saltadores,
     montes, valles, riberas,
     aguas, aires, ardores
     y miedos de las noches veladores,
     por las amenas liras
     y canto de serenas os conjuro
     que cesen vuestras iras,
     y no toquéis el muro,
     por que la esposa duerma más seguro.

Esposa
     ¡Oh ninfas de Judea!,
     en tanto que en las flores y rosales
     el ámbar perfumea,
     morá en los arrabales,
     y no queráis tocar nuestros umbrales.
     Escóndete, Carillo,
     y mira con tu haz a las montañas,
     y no quieras decillo;
     mas mira las compañas
     de la que va por ínsulas extrañas.

Esposo
     La blanca palomica
     al arca con el ramo se ha tornado;
     y ya la tortolica
     al socio deseado
     en las riberas verdes ha hallado.
     En soledad vivía,
     y en soledad ha puesto ya su nido;
     y en soledad la guía
     a solas su querido,
     también en soledad de amor herido.

Esposa
     Gocémonos, Amado,
     y vámonos a ver en tu hermosura
     al monte u al collado,
     do mana el agua pura;
     entremos más adentro en la espesura.
     Y luego a las subidas
     cavernas de la piedra nos iremos,
     que están bien escondidas;
     y allí nos entraremos,
     y el mosto de granadas gustaremos.
     Allí me mostrarías
     aquello que mi alma pretendía,
     y luego me darías
     allí tú, vida mía,
     aquello que me diste el otro día.
     El aspirar del aire,
     el canto de la dulce filomena,
     el soto y su donaire,
     en la noche serena,
     con llama que consume y no da pena.
     Que nadie lo miraba,
     Aminadab tampoco parecía,
     y el cerco sosegaba,
     y la caballería
     a vista de las aguas decendía.

Juan de la Cruz en Cántico espiritual (1622), incluido en Poesía de los Siglos de Oro (Epublibre, Internet, 2002, ed. de Felipe Pedraza y Milagros Rodríguez Cáseres).

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