En la cama que me prepararon había: un animal sanguinolento y maltrecho del tamaño de un bollo, un caño de plomo, una ráfaga de viento, un molusco helado, un cartucho sin pólvora, dos dedos de un guante, una mancha de aceite; no había una puerta de prisión, pero sí el sabor de la amargura, un diamante de vidriero, un pelo, un día, una silla rota, un gusano de seda, el objeto robado, una presilla de sobretodo, una mosca verde domesticada, una rama de coral, un clavo de zapatero, una rueda de ómnibus.
Ofrecer un vaso de agua al paso de un caballero que se lanza a rienda suelta en un hipódromo invadido por la multitud supone, de una y otra parte, una falta absoluta de habilidad; Artina traía a los espíritus que visitaba esa aridez monumental.
El impaciente se daba perfecta cuenta de la clase de sueños que en adelante frecuentarían su cerebro, sobre todo en el dominio del amor cuya actividad voraz se manifestaba de ordinario fuera de la época sexual. La asimilación alcanzaba su desarrollo en la noche profunda de los invernaderos herméticamente cerrados.
Artina cruzó sin dificultad el nombre de una ciudad. Es el silencio que hace surgir el sueño.
Los objetos designados y reunidos con el nombre de naturaleza-concreta forman parte del escenario en el cual se desarrollan los actos de erotismo de las series fatales, epopeya cotidiana y nocturna. Los ardientes mundos imaginarios que circulan sin interrupción por la campiña en la época de las cosechas tornan el ojo agresivo y la soledad intolerable para aquel que dispone del poder de destrucción. En los cataclismos extraordinarios, resulta directamente preferible apelar sin reservas a ellos.
El estado de letargo que precedía a Artina suministraba los elementos indispensables para la proyección de impresiones sorprendentes sobre la pantalla de ruinas flotantes: edredones llameantes precipitados en el insondable abismo de tinieblas en perpetuo movimiento.
Artina conservaba a despecho de los animales y de los ciclones una inagotable frescura. Al andar adquiría una transparencia absoluta.
Por más que surja en medio de la más activa depresión el aparejo de la belleza de Artina, los espíritus curiosos no dejan de ser espíritus furiosos, los espíritus indiferentes, espíritus extremadamente curiosos.
Las apariciones de Artina superaban el marco de esas comarcas de sueño donde el pro y el pro están animados de igual y asesina violencia. Ellas evolucionaban en los pliegues de una seda quemante poblada de árboles con hojas de ceniza.
El carruaje de caballos lavado y renovado superaba casi siempre al departamento tapizado con salitre cuando se trataba de acoger en una velada interminable a la multitud de los enemigos mortales de Artina. El semblante de leña muerta era particularmente odioso. La carrera jadeante de dos enamorados al azar de los grandes caminos se volvía de golpe una distracción suficiente para permitir que el drama se desarrollara, de nuevo, a cielo abierto.
A veces una maniobra imprudente hacía caer sobre la garganta de Artina una cabeza que no era la mía. El enorme bloque de azufre se consumía entonces lentamente, sin humo, presencia de por sí e inmovilidad vibrante.
El libro abierto sobre las rodillas de Artina sólo era legible en los días lóbregos. A intervalos regulares los héroes acudían a informarse de las desgracias que de nuevo se abatirían sobre ellos, de las sendas múltiples y terroríficas por las cuales sus irreprochables destinos se empeñarían nuevamente. Sólo preocupados por la Fatalidad casi todos tenían un aspecto agradable. Se desplazaban lentamente, se mostraban poco locuaces. Expresaban sus deseos mediante amplios e imprevistos movimientos de cabeza. Parecía además que se ignoraban totalmente unos a otros.
El poeta ha asesinado a su modelo.
René Char en Artine (1930), incluido en Antología de la poesía surrealista de lengua francesa (Fabril Editora, Buenos Aires, 1961, selec. y trad. de Aldo Pellegrini).
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