martes, 21 de julio de 2020

Poema del día: "El iwan de Ctesifonte", de Ubayd Allah al-Walid ibn al-Buhturi (Siria, 821-897)

Preservé mi alma de todo lo que mancilla el alma
y me mantuve por encima del regalo de todo cobarde.
Aguanté de firme cuando me zarandeó el destino,
al procurar este mi ruina y recaída.
Migajas de las heces de la vida junto a mí,
que los días escamoteaban con cicatería mezquina.
Una cosa es ir a la aguada cada día y beber a placer,
y otra muy distinta es abrevar tras tres días de sed.
Parece que el tiempo tolerara sus favores
y los dejase para los más indignos de los indignos.
Mi compra del Iraq ha sido un negocio de ruina,
tras haber vendido Siria a precio de saldo.
No me pongas a prueba, pues, ni me tientes
en esta desgracia, no me vayas a dar la espalda,
pues desde antiguo me conoces, tengo mis cosas buenas,
soy desdeñoso de vilezas, intratable.
La rudeza de mi primo me inquietó,
tras su primera suavidad y su atención cordial.
Si se me agravia, soy de los que se dejan ver
amaneciendo lejos de donde me tomó la noche.
Cuando visitaron mi morada los desvelos, enfilé mi camella
hacia el palacio blanco de Ctesifonte,
para consolarme de mi suerte al afligirme
por el borroso asiento de la dinastía de Sasán.
Pues habían traído su recuerdo los seguidos malos tragos,
pues a veces aquellos avivan la memoria,
quizás en otros casos la adormecen.
Los recordé entonces, cuando a placer moraban
a la sombra de un elevado palacio, que dominaba todo,
agotando la vista y enturbiándola,
su puerta cerrada ante la montaña de al-Qabq,
no menos que a las planicies de Jilat y Muks.
Moradas que no eran como las ruinas de la acampada
de Suada, en el desierto pedregoso y yermo.
¡Cuántos titánicos esfuerzos que,
de no mediar querencia por mi parte,
nunca igualarían ni Ans ni Abs!
El tiempo ha remendado su época y su frescura
hasta que han aparecido cubiertos de harapos,
como si el Jirmaz, por falta de calor humano
y su deterioro, fuese el edificio de una tumba.
Si pudieras verlo adivinarías que las noches
oficiaron en él un funeral, después de tanta boda,
y ello siendo elocuente testigo de las maravillas
de una gente, cuyo cuento no ensombrece tiniebla ni una.
La faz de Antioquía, al verla te estremeces,
como si estuvieras entre Persia y Bizancio.
La muerte espera, en tanto Anushirwan arenga
a las filas de los soldados bajo los pendones,
verde sobre oro, envanecidos por la marca del tinte,
apelotonados los hombres ante él, silenciosos,
enmudecidos los murmullos, algunos con cautela,
alargando el mango de una lanza, otros, medrosos,
apartando las puntas de las lanzas con su escudo:
el ojo los pinta a todos vivos y bien vivos,
corriendo entre ellos las señales de los mudos.
Mi recelo por ellos crece, hasta el punto
que mis manos los palpan y recorren.
Abu-l-Gauz me dio de beber y no fue parco,
por encima de ambos ejércitos, un trago apresurado,
de un vino que dirías estrella de la noche,
o la mismísima baba del sol. Si lo vieras
rellenando la copa del bebedor sorbiente
feliz y descansado, un vino querido de todas las almas,
escanciando en el vidrio de cada corazón.
Imaginé entonces que el mismo Kisra Abarwiz era mi copero
y al-Balabdah quien libaba conmigo.
¿Era un sueño que se apoderaba de mi ojo y vacilaba
o esperanzas que trocaban mi parecer y entendimiento?
Sentía que el gran vestíbulo, de maravillosa factura,
fuera un escudo al costado de la montaña apeñascada.
Pensarías, a causa de la melancolía —que salta a la vista
a quien lo visite de mañana o tarde—
que era un hombre azorado
por la marcha de su gente querida
u obligado a separarse de la amada.
Las noches han dado vuelco a su suerte y Júpiter
ha pernoctado allí como estrella de mal fario.
Aunque no flaquees, pues allí ha fondeado
un pecho de los pechos de Fortuna.
Y no lo echó a perder que lo hayan despojado
de las alfombras de brocado,
que hayan saqueado los cortinajes de seda.
Irguiéndose, sobresaliendo de él las partes altas,
sobre las cimas de Radwa y Quds,
acicaladas de blanco, todo lo que ves de ellas
son las túnicas de algodón.
No se sabe si son obra de hombres para genios,
en donde estos se han aposentado,
u obra de genios para hombres, pero veo
que dan fe de que su constructor
no fue, entre los reyes, hombre débil.
Es como si estuviese viendo las filas y la gente,
hasta que llevo al límite mis sentidos,
como si las delegaciones estuviesen bajo el sol,
fatigadas de estar en píe tras las masas,
a raya mantenidas.
Como si los cantantes, en medio de los pabellones,
gorjearan entre labios oscuros, sonrosados,
como si la reunión hubiera tenido lugar anteayer mismo,
y la partida apresurada apenas ayer,
y aquel que quiere seguirlos ansiara
alcanzarlos a la mañana del quinto día.
Un tiempo habitadas por la alegría, sus moradas
pasaron a ser asiento de la tristeza y del duelo.
Todo lo que puedo hacer es ayudar con lágrimas
testadas a la pasión en mano muerta.
Lo que tengo es eso, pues esta casa no era mi casa,
ni era de ellos pariente, ni mi raza era la suya.
Solo les debo el favor que su gente hizo a la mía:
plantaron lo mejor de su sagacidad,
fortalecieron nuestro reino y confirmaron sus poderes,
por medio de campeadores de armadura, valientes,
y ayudaron a los escuadrones de Aryat,
pisoteando las gargantas, atravesándolas.
Y ahora me veo prendado de los nobles hombres todos,
de cualquier raigambre y fundamento.

Ubayd Allah al-Walid ibn al-Buhturi, incluido en Poesía árabe clásica (Titivillus, Internet, 2017, selec. de Alfonso Bolado).

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